Todo incluido

Nunca me había ganado nada, más bien lo que he hecho en la vida es perder todo. Ya contaré algún día (si es que existe otro día) cómo la mala suerte fue una constante que me trajo hasta aquí, hasta este hoyo a un costado de la carretera donde duermo, donde veo pasar todos los días miles de autos y camiones y motores apestosos, donde el frío arrecia en invierno y el calor es insoportable en verano. Aquí donde nada parece tumba, sino más bien un botadero desaforado de innumerables basuras y plásticos, de polvo, de azufre y de óxido, pero que igual me llama a la muerte cada día y cada noche, porque aquí no hay silencio, no hay quietud, no hay esperanza.
Cuando digo que no me había ganado nada, absolutamente nada, en todo mi pasar por esta realidad, es así de literal. En la vida, todos hemos estado expuestos a situaciones donde se puede ganar o se puede perder. Mi destino alegóricamente fue siempre perder: juegos, amor, salud, todo lo que alguna vez tuve ya se me fue. Y por eso ahora último estuve en el hoyo como tres días recuperándome de una neumonía que no me quisieron atender en la posta, pues ya estoy perdiendo irremediablemente la salud. Me dieron tres pastillas y váyase para la casa, ¿cuál casa? Así que en el trayecto hacía tanto frío que me dije entonces al llegar al hoyo me iba a morir de verdad, que me iba a podrir allí, que después la basura de la carretera sería lo que taparía mi tumba, que en unos cuantos años más, cuando tuvieran que ensanchar las pistas y excavasen, habrían de encontrar mis huesos. Así de dispuesto iba que hasta tuve bríos de caminar más fuerte a pesar del agudo estertor de mis pulmones.
Ese sería mi último día sobre la faz de este planeta agonizante, ya lo había decretado. No obstante, de pronto hubo un temblor de esos fuertes que cada cierto tiempo suelen sacudirnos. Algo así como una demostración más de lo enfadado que está ante nuestra desidia. Yo iba pasando justo frente al mall. El aparatoso edificio se movió como jalea. Casi todos los asiduos visitantes salieron a la calle para guarecerse, porque al parecer adentro todo estaba puesto de manera provisoria y sin medidas de seguridad. No fue de los grandes terremotos como otros que recuerdo, pero muchas cosas se cayeron, vitrinas se desplomaron, gente gritó que era el fin, señoras desmayadas, niños perdidos, hombres orinados. Luego del susto y tras ver que el edificio amarillo siguió erguido incólume, la gente comenzó a entrar por las puertas automáticas, ya que ni siquiera se había cortado la luz, así una vez dentro y con el aire acondicionado, la música acorde a la época y el aromatizante podían seguir como si nada con sus vidas altamente normales. Hacía tanto frío afuera y como las puertas aún estaban abiertas... y venía un calorcito tan agradable y aromático desde dentro y música que me dije pues, que tal vez podría descansar un poco allí en su interior antes de irme definitivamente al hoyo donde mis huesos se perpetuasen. Me camuflé entrando con la multitud que ya había sacado sus celulares y tomaban fotos a lo que se había caído, hablaban con sus contactos, grababan, guardándose nuevamente alegres en ese palacio del consumismo. Mi apariencia era deplorable, pero ahora se podía explicar quizás porque me cayó una cornisa encima o porque al arrancar mordí el polvo en una cuneta. Si hubiese entrado solo o sin temblor, más de un guardia o una cámara me habrían impedido el acceso. Mis jeans gastados alguna vez fueron moda, pero ahora son miseria, mis zapatos que hablan y mi chalequito fiel de lana negra verdadera que alguien me tejió una vez de puro amor, todo eso con mil años de uso no dan, ciertamente, una buena apariencia para denotar que pertenezco a un lugar así.
Entré y estaba tan exquisito allí dentro que pensé que ya estaba muerto y el infierno era así.
Caminé conminado por esos pasillos debido a un aroma de cadáveres asando que estaba rebueno. Y fue allí que una promotora aún nerviosa por el que había sido un terremoto en otra parte cercana me entregó un papelito con un número y me dijo: llénelo, y se puede ir al paraíso. A estas alturas me gustaba más este infierno. Luego, se acercó otra promotora con una bandejota llena de diversos manjares. Justo cuando me iba a ofrecer sobrevino una réplica. Así que me la pasó y arrancó despavorida. Tenía tanta hambre que no duró ni un minuto en mis manos. Luego pillé un lápiz que había volado hasta mis pies con la conmoción y llené el cupón. No sé por qué lo hice si nunca me había ganado nada. Con todo lo sucedido en los últimos diez minutos tal vez era ese mi día de suerte. Mi único día de suerte. Lo deposité en un buzón y luego me dediqué a recorrer un poco ese estrafalario lugar.
Recordé alguna vez haber entrado a uno, pero este era muy diferente. La gente era diferente. Ya me dolían los pulmones irremediablemente y se me escapaba el aliento. Había olvidado por un momento mi determinación de ir a morir al hoyo. Decidí irme. Ya no me quedaba mucho tiempo. No quería morir dentro de un lugar como este, ni menos en una acera o en un parque artificial. Quería mi hoyo.
Cuando iba saliendo, escuché mi nombre por los altoparlantes. Por suerte lo repitieron porque era de no creerse. ¡Me había ganado un viaje al paraíso por una semana con todo pagado y sistema todo incluido! Era para dos personas, pero yo no tenía a nadie más. No se puede invitar a Cuchuflí, mi fiel perro guatero, creo, no lo sé, dice personas, no hay nadie que me recuerde, todos se murieron, nadie ahora me quiere, ¿qué hacer?
Me devolví y les dije que yo era el ganador.
Hubo aplausos e incredulidad (yo creo que por mi pinta). Vino un señor ultraperfumado y con fotos automáticas me hizo entrega del premio. Yo mostré el cupón con una sonrisa falsa. Luego vino otro señor muy prepotente que al parecer no estaba contento con mi premio y me pasó los boletos de avión y los bouchers de todo. Me dijo que todo era mañana ¡mañana!, que debía ir a mi casa y preparar todo ¡todo!, que me pasaban a buscar de la agencia, ¿cuál es mi dirección? No tengo, al lado de la carretera a las 9, bueno, yo esperaré, ¿maleta? ¿Ropa? ¿Snorkel? Lo que tengo puesto es lo que soy, así como usted me ve. No necesito empacar porque no tengo nada.
Salí del mall incrédulo aún. Seguían aplaudiendo tras de mí. Me dirigí caminando a paso firme, raudo apenas, los atribulados pulmones daban su último esfuerzo, iba hacia la carretera, hacia el hoyo, mi hoyo que había elegido para morirme, y allí me recosté porque estaba muy cansado, realmente muy cansado. Vino Cuchuflí y se me echó encima. Quizás él sabía que yo me iba a morir. Me vio con sus ojitos almendrados y me lengüeteó para que me arrepintiera. No sabes Cuchuflí que no me voy a morir, me voy a ir al paraíso por siete días. Luego vuelvo y me muero. Me acomodé y me dormí. Cuchuflí se acostó primoroso en mis patitas que las tenía heladas para darme ese sabroso calor como siempre.
A las nueve en punto del otro día una bocina sonó aguda, me despertó. Pareciera como si no hubiese pasado la noche. No escuché ni una frenada, ni un motor agonizante, ni una bocina. Había dormido como hace años no lo hacía. La bocina era de una van de transporte para llevarme al aeropuerto. El conductor era un tipo gordo y negro, y algo desganado me preguntó si estaba listo. Yo desde el hoyo le dije que me bastaba solo con ponerme de pie para estar listo. Le dije al Cuchuflí que en definitiva él era lo único que yo había querido de verdad en toda mi existencia y que no me iba a morir todavía, así que me guardara el hoyo para después. Anda a buscar bolsas de basura que la gente siempre bota lo que no debe. Yo de seguro te traigo algo rico cuando vuelva. Él entendió, él sabía lo que iba a pasar, estoy seguro. Me quedó mirando cuando me subí y luego me alejé en la van por la calle después de la carretera. Cuchuflí no persiguió el vehículo. Más bien se quedó mirándolo hasta que desaparecí en una esquina y luego probablemente se iba a ir a destruir bolsas plásticas, a él le encantaba despedazarlas, dejar vestigios por todas partes, demostrar todo su odio hacia esta sociedad injusta y avasallante que un día lo abandonó.
Mi hoyo quedaba bien cerca del aeropuerto. El negro me miraba por el retrovisor. Yo creo que iba molesto por mi olor.
Llegamos. El negro no dijo nada. Yo sabía que debía bajar. Me entregó todos los papeles que necesitaba y se fue presuroso, así como parecía que era todo en su vida. El aeropuerto era bien grande y estaba recién remodelado. El aeropuerto siempre estaba recién remodelado y era imponente. Busqué sin saber desde donde iba a partir el avión, pero no encontré nada. Había pantallas, pero yo desde hace un tiempo dejé de entenderlas. Un amable guardia de la tercera edad me vio desorientado y me pidió todos los documentos. Me dijo que fuera al counter con mi pasaporte y me ordenó el resto para que no me confundiera. Me explicó además que los fuera mostrando a medida que alguien me saliera al encuentro, algo así como una garantía de que mi periplo era cierto. Supuse que el pasaporte estaba entremedio de los papeles. Vaya a hacer el check in, me dijo, esa es la clave, si hace el check in, ya tiene media pata fuera del país.
Llegué al counter y les dije que me iba al paraíso. Había varios uniformados atendiendo. ¿Tiene equipaje?, me preguntó la niña vestida del uniforme azul más esplendoroso. No tenía nada que llevarme ni nada que traerme, así que le dije que no, y ella de inmediato me pide el pasaporte. ¿Qué es eso?, le pregunté. Con una sonrisa, ella amablemente me explicó que sin pasaporte era imposible salir del país, porque de seguro me lo iban a pedir en muchas partes, que era una verdadera pena, pero no podía dejarme viajar. Lo acepté ahí mismo, fue una estaca, era muy hermoso para ser cierto. Otra vez perdí. Abatido como siempre, ya me estaba yendo, cuando la misma niña vestida de ese espléndido azul me llama y me dice que pase no más. Me entrega lo que ella llamó tarjeta de embarque. Había unas cuantas lágrimas en sus ojos. Era su propia revolución silenciosa. Me dijo que la vida valía bien poco, que ella estaba muy decepcionada de todo, que estaba cansada, que la gente destruye todo, que todo lo contamina, que no conoce a nadie decente, que todos tratan de salirse con la suya, que hasta tuvo que dejar a su novio porque la engañaba y la celaba, y últimamente quería pegarle, que estaba desilusionada de su guía espiritual porque se había descubierto que lideraba una red de pedofilia, que su padre la había intentado violar de niña... ¿Para qué me cuenta eso?, le dije. Ella me dijo que había perdido el brillo de la vida. Así que ojalá que me vaya bien. Me pasó un pasaporte que alguien había olvidado alguna vez, total, ni miran la foto, era de un neozelandés, con mucho esfuerzo me podría parecer a él, pero ni lo miran, ya nadie se fija en nadie más que en sí mismos, así que ojalá que la pase bien, que ese todo incluido le traiga también felicidad. Era hermosa la mujer, me dieron ganas de besarla. Al pasarme el pasaporte del rucio ese ella rozó mi mano, era tan suave, de seguro si uno la apretaba un poco habría estallado en un arcoíris fabuloso. Pero no, se quedó en el counter y yo me fui por el camino señalado rumbo a policía internacional. Ni miraron el pasaporte. Luego a las máquinas rayos x, se extrañaron porque yo no llevaba nada. Luego, me fui a la puerta de embarque, esperé un rato, se hizo una fila y avancé hasta el avión. Todos me saludaban muy amablemente. Me senté y de inmediato un sueño profundo me sobrevino. Antes de que despegara, yo estaba desparramado en el asiento roncando y con la pata moviéndose como loca porque siempre he sufrido pies inquietos.
Desperté cuando el piloto anunciaba que íbamos a llegar. Había dos platos de comida fría frente a mí. Sí, tenía bastante hambre, pero cuando me disponía a comer, un sobrecargo me dijo que mientras aterrizábamos era imposible comer. Me quedé pensando en sus palabras y cuando el piloto anunció que estábamos en tierra, sobrevino una especie de histeria por bajar rápido. Casi todos se querían bajar raudos como si estuvieran desesperados, no vaya a ser que el avión volviera a elevarse. Le di un sorbo a un líquido y me metí un panecillo entero a la boca. No pude más, porque todos comenzaron a bajar y me empujaron cual ganado. Tampoco me pidieron el pasaporte, solo llenar unas visas absurdas. Al salir siguiendo la masa, había un tipo con mi nombre en un cartel. Era blanco como la nieve. Extraño que no estuviese ni ápice de su tez algo bronceada. No me di por aludido de inmediato porque hace tiempo que alguien no me llamaba así. Pero al acercarme se dio cuenta de mi nacionalidad y yo asentí. Bastó para que me tomara del brazo y me subiera a un auto muy lujoso. Andaba con un parasol gigantesco y antes de salir al aire libre se vació un espray de bloqueador en todo el cuerpo. Justo en el momento de partir me dijo que podía comer y beber todo lo que quisiese, pues todo era all inclusive. Iba a degustar varios de los manjares que me ofrecía, pero no pude hacerlo porque me quedé sorprendido con el paisaje. Yo me imaginaba el Caribe como un lugar donde había mucho calor, mucha vegetación, mucha humedad, mucha gente alegre y música, sobre todo música. Pero ya no había vegetación, solo calor, mucho calor, ni humedad solo calor, ni nubes, solo de 35 para arriba. Le pregunté por la música al conductor del auto lujoso y me dijo que ya no escuchaban nada porque la nostalgia es peligrosa. Y que ya no hay palmeras, solo harto calor y muchas piscinas, muchas piscinas. En su hotel puede escuchar mucha música caribeña antigua, pero ya nadie crea nada. Me señaló que el mar estaba lleno de sargazo y era imposible bañarse, que toda la fauna marina estaba muerta o había huido a los polos. Yo vengo de allá le dije y al parecer no llegó nadie. Se murieron en el trayecto me dijo, aquí puede ir a diferentes piscinas y si va a tomar sol, mejor que me embetunara de bloqueador factor 100. Luego cerró la ventana comunicadora y yo me serví un trago fuerte como en los viejos tiempos.
Me tomé otro y otro y puedo decir como se dice que quedé arriba de la pelota, con muchas ganas de reír y pasarlo bien como hace mucho tiempo no me sucedía. Y lo mejor de todo es que creo que con el alcohol todos los bichos de la neumonía se murieron. Le dije al conductor que me sentía muy bien, que hace unas cuantas horas atrás me estaba muriendo con los pulmones infectados y ahora me sentía muy repuesto. Él dijo que todos los que venían del hemisferio sur se comportaban igual. Es por la contaminación, la gente en todos los países del sur está llena de humo, todo el humo del planeta se va para allá y por eso viven tan poco. Acá hay calor, piscinas y aire sin esmog. Al rato llegamos y sí había palmeras. Son de plástico, me dijo el buen hombre blanco, pero parecen de verdad.
Entré al gran hotel. Parecía de película con un aire acondicionado abrumador y muchas luces como si estuvieran filmándola. Entregué uno más de los papeles que me dieron y me llevaron a mi habitación en un carrito de golf. El buen botones me explicó el funcionamiento de todo en la tremenda habitación, y que podía pedir servicio a la habitación en cualquier momento. Esperaba una propina en la puerta, pero yo le di la mano y muchas gracias.
Abrí el refrigerador chiquito y saqué una cerveza. Me la zampé de un tragó y saqué otra. Salí al balcón y había una piscina que se conectaba con otras piscinas de otras habitaciones. Me saqué la poca ropa que llevaba casi despegándola de mi piel y con mis calzoncillos favoritos me sumergí en esa agua tibia y reconfortante. Debo aprovechar la buena suerte que nunca tuve. A los 12 me diagnosticaron una escoliosis idiopática que me privó de todo deporte. Todo fue turbio en vida desde entonces. Todo lo perdí. Mis dos hijas, pequeñas, quizás dónde estarán. Perdí el trabajo. La perdí a ella, pero no me importa. Dicen que está con un tipo de plata. Perdí mis ganas de escribir, eso fue grave. Dejé de tocar la guitarra. Y estaba a punto de perder la vida... Me sumergí en el agua y casi me ahogo porque me puse a reír sin control. Estaba feliz.
Salí de la piscina y llamé para que me trajeran algo más. Me explicó la amable telefonista que podía ir a cualquier bar y pedir lo que quisiera. Entre lo que dijo, mencionó el bar de la piscina principal. Le saqué las mangas a la camisa y me arremangué los pantalones. Tomé unas pantuflas del closet y las amarré con unos cordones como sandalias y me fui al bar. Antes, eso sí, iba con la intención de comer algo. No se puede beber con el estómago vacío, eso decía mi abuelita. En la entrada del restorán me recibió una señorita morena muy amable. Me indicó una mesa y que podía servirme lo que quisiera, todo incluido, me recordó. Tomé un plato y comencé a crear una montaña de comida. Puse unas pastas, luego unos camarones que decían libres de microplástico, un poco de puré y muchas ensaladas que decían sin THC. Pasé a las carnes y las encaramé en el plato como pude hasta que ya no cupieron más y empezaron a chorrear sus jugos y el aroma me arrebató. Llegué a la mesa y en vez de cortar todo con cubiertos, sumergí la cabeza en el plato y comencé a degustar. Me trajeron agua y cerveza para pasarlo. Demoré menos de cinco minutos en convertir la montaña en un llano que manchaba apenas el blanco del plato. Fui nuevamente, pero opté por la enorme variedad de postres que había. Me serví uno de cada uno ordenados por colores y cremas hasta fluorescentes. Luego puse varias bolas helado y lo llené de chocolates y galletas. Era una montaña igualmente monstruosa de comida y azúcar, pero era una montaña efímera. La devoré con igual rapidez, sin embargo, llegó un momento donde no me cupo nada más. Entonces me dediqué a observar a los comensales. Había mucha gente, pero principalmente rusos, gringos y chinos. Todos comían felices como si el mundo se fuese a acabar.
Finalizado el festín me dirigí a ese bar de la piscina que me tenía metido. ¿Cómo puede haber un bar en la piscina? Me fui por hermosos senderos de palmeras y pastos plásticos muy bien decorados. Efectivamente al llegar era un bar en medio de la piscina que estaba atestado. Me sumergí y nadé como no la hacía hace veinte años hasta llegar a una especie de pilares que servían como asientos. El agua era más tibia en ese sector, luego deduje por qué. Había hombres y mujeres por igual. Todos hablaban en el volumen del alcohol. Se escuchaba música caribeña que los hacía a todos mover alguna parte de su cuerpo. Se acercó uno de los tantos barman y me dijo que qué me servía. Un whisky o un vodka, pensé, quiero algo fuerte que me conecte de inmediato con este ambiente sórdido. Un wisodka, era la nueva moda. Mezclar ambos licores con licor de café, limón y hojas de coca. Bien, ¿doble, triple o nocaut? Solo doble, pedí. Necesitaba disfrutar un poco más antes de perder la consciencia. Caminé por la piscina con mi vaso en la mano y si hubiese pensado esto hace 24 horas atrás jamás lo hubiese siquiera imaginado. Estás loco me hubiese dicho a mí mismo. Habría tomado a Cuchuflí para el calor en las patitas y nos hubiésemos cagado de la risa. ¿Dónde andarás Cuchuflí? Espero me esperes a mi llegada. Son solo siete días.
Todos hablaban en inglés, en ruso y en mandarín. Los hispanohablantes habían sido tocados por todas las crisis económicas del último tiempo, así que sería muy difícil verlos en lugares así. De seguro todos trabajando para pagar las deudas. Me empiné el trago y fui por otro. Sí, ya estaba arriba de la pelota. Sentía cómo los grados recorrían mi cuerpo y me transformaba en alguien más. Hasta podía entender lo que decían a mi alrededor. La música se volvía resbalosa y la piscina cada vez más tibia. Cada cierto tiempo era necesario refrescarse con el agua porque el calor era apremiante como si no fuese agua sino lava. De pronto me vi entre dos conversaciones distintas. Uno era un gringo bien gringo rubio y ultrabronceado que hablaba con dos gringas hermosas y el otro era un ruso paliducho, pero tremendo y rubio como no se puede ser más rubio. Ambos deben haber medido más de dos metros sobre el cielo. Bebían en vasos monumentales como si fuera agua. Uno bebía scotch y el otro vodka. Eran tan grandes y potentes, tan voluminosos y versátiles. Yo quise ir a pegarme a la barra para pedir otro trago y en mi intento los pasé a llevar violentamente. Debió ser el alcohol inclemente que socavaba mi maltraído cuerpo lo que me llevó a tambalear y rozarlos fuertemente como en una especie de golpe de jiujitsu en sus espaldas con mis dos manos. Ambos se dieron vuelta de inmediato, yo me sumergí porque perdí el equilibrio y luego emergí cuando discutían con sus manos violentamente. Se sentían pasados a llevar, pero fui yo, quise decirles y pedir una disculpa. Creo que si lo hubiese hecho, todo podría haber sido distinto. Las disculpas son siempre necesarias y son hasta como un mal olvidado. Comencé a entender lo que discutían como si el copete hubiese sido una especie de traductor, aunque lo que de verdad pienso es que yo estaba ahí para provocar todo eso porque era mi destino. Tan extraño destino. Yo debería estar muerto ahora en el hoyo tapado en contaminación, pero estaba ebrio en una piscina de orina con dos gigantescos rucios a punto de agarrarse a combos. Y entendía todo, el traductor era la ira, la rabia, la necesidad de extinguirnos de algún modo, ese absurdo diario cuando cada acto humano es una forma de matarnos. Y la discusión versaba en nacionalismos, en denostar al otro y señalar que su país era mejor, que tenía las mejores armas y podía soslayar a otro así nada más. ¿Por qué? Deduje que ambos eran militares o tenían que ver con armas. Luego deduje que era con armas nucleares. Eran ambos controladores de armas nucleares de sus respectivos países. Hombres con el poder de decidir si seguíamos o no destruyendo este planeta. Vaya lugar al que me habían enviado. Y con mi borrachera los había conminado a confrontarse. No fue mi intención. Casi se fueron a los golpes. Estoy seguro de que se amenazaron. Las mujeres que los acompañaban lograron separarlos. Lanzaron algunos golpes al aire. La música seguía con su ritmo enmarañándonos. Yo pegado a la barra le hice un gesto al barman para que llenara mi vaso. El gringo y el ruso estaban realmente emputecidos, se dijeron de todo y estoy seguro de que aseveraron con fuerza de que se iban a destruir, que llegando a sus respectivos países iban a apretar los botones respectivos para hacerse desaparecer, y que no les importaba nada más, solo que habían mancillado su honor, que eran mejores que el otro y que no iban a aceptar que los pasaran a llevar. El que los pasó a llevar fui yo, un pequeño más pequeño que cualquier ciudadano, más encima ciudadano del tercer mundo hundido en contaminación y deudas, un absoluto esclavo de sus potencias. Si lo hubiese planeado quizás no hubiese resultado, pero tal y como lo entendí, yo era culpable de enemistar a un gringo y a un ruso que eran los responsables de ejecutar planes nucleares cada uno en su respectivo país. Bonito final para mi vida. Me bebí el vaso que me había servido el barman al seco y a los treinta segundos ya estaba hundido en la piscina. Creo que alguien me rescató, me llevaron a la habitación, dormí como tres días hasta que desperté desnudo en el yacusi sin agua.
Ciertamente el mundo no se había acabado. Fue solo una pelea de curados. El resto de los días los disfruté como adolescente. No quería que se acabaran los siete, pero así fue. El tiempo siempre es un conchesumadre.
Llegó el momento de volver, nadie quiere nunca volver porque en la muerte siempre crees que nunca partiste. Lo único que extrañaba de verdad era a Cuchuflí, y mi mayor temor era que él no me extrañara.
En un extraño ritual de transporte me llevaron hasta el avión. Y luego de varias horas de vuelo, el capitán nos anunció que estábamos próximos a llegar al destino, que ajustásemos nuestros cinturones porque íbamos llegando al origen según las coordenadas, que ajustásemos demasiado bien los cinturones, que llegábamos al hogar (donde estaba Cuchuflí) a lo mejor, al capitán se le cortó la voz, el avión se tambaleó y no eran turbulencias porque volábamos muy bajo, el tren de aterrizaje ya estaba fuera, se encendieron las luces de emergencia y el capitán con una voz devanada y cáustica nos dice que ya no aterrizaremos, sino que dadas las circunstancias, amarizaremos.
Septiembre 2019