Morales

02.02.2020

Entonces fue que emprendió la caminata hacia el hospital que le mencionó la vecina de todos, esa señora que siempre está ahí para escuchar lo que todos creen será inútil, pero que por primera vez le servirá a nuestro protagonista para iniciar sus pasos hacia la posteridad, hacia la noche más importante de su vida.

De su éxito dependían muchas cosas, de su fracaso casi nada, pero siempre es importante no fracasar. Su madre no quería que saliera. Es que las balaceras la noche anterior habían sido impresionantes. Hasta la bandera que tenían colgada desde el dieciocho sufrió la quemadura de su estrella y dos orificios que traspasaron el rojo y parecían dos ojos al ondularse con el viento. Él la miró al cerrar las puertas de su casa con la excusa de que iría a comprar las medicinas de su padre. La bandera le dio un sacudón a modo de despedida y su madre se quedó gritando que se cuidara, que la banda del guatón Arcadio estaba en la plaza y que como no tenían dinero, de seguro le pedirían para comprar pasta, que debía cuidar el dinero de las medicinas de su padre porque era fin de mes y si no las tomaba, capaz que el corazón se le paralizase justo el treinta de septiembre, y de ahí hasta el cinco son cinco días en los que el cucharón debía obrar por sí solo, así que por favor, no te vayas a quedar con el dinero, ni menos se lo des a esos vagos de la plaza, que son grandes y huelen a humo, y se enojan cuando les dices que no. Que volviera pronto, eso quería la madre, para no quedarse sola para siempre. Pero él tenía algo que hacer antes de comprar los remedios.

Nuestro protagonista agarró ritmo en sus pasos por la acera mojada. Era un grifo que borboteaba aguas como ríos por las calles sedientas. Los niños los abrían para deslizar sus barquitos de papel hasta las alcantarillas. Es que era un barrio muy pobre y hasta la televisión se veía borrosa por culpa del verde cerro (de septiembre) que alguna vez un visionario alcalde quiso volar con dinamita (de la gringa) para que la cuenca de la gran capital pudiese respirar de tanto sulfuroso esmog. De haberlo volado, quizás el guatón Arcadio habría estado viendo Sábado Gigante en vivo desde Miami esa tarde y no esperando en la plaza que algún cauto peatón con un billete de veinte arrugado en la mano y transpirado por el apuro (como plata pal pan), se le cruzase para pedirle aunque fuera una piteadita del cigarrillo, un buenas tardes, una mirada ojerosa, un volantín cortado perseguido por una decena de pergenios desvió la atención del Guatón y un automóvil casi atropella al cabro chico bizco que miró hacia el cielo y no vio que en medio de la calle un glorioso Lada Sedán con los frenos chirriantes se patinó por completo en la acera mojada y casi lo pasa a mejor vida literalmente. Pero irremediablemente él, pisó un envoltorio de chicle y el Guatón volteó la mirada. Se paró del asiento hediondo a caca en que había depositado por casi toda la tarde su pegajoso trasero.

- ¿Pa onde vai Lucero? - preguntó el Guatón Arcadio con su voz pastosa.

Esa pregunta habría sido sencilla cualquier otro día menos aquel. "A comprar las medicinas de mi padre.", habría sido una respuesta más que noble, y hasta ese Guatón pendenciero y adicto, hubiese sido piadoso tal vez ante tan noble empresa. Pero Lucero, Martín Lucero, él, nuestro protagonista, había salido de su casa con otras intenciones. Intenciones malas según como se mire, porque lo último que haría sería comprar las medicinas. Sabía que su padre no moriría por estar un par de horas sin los químicos. Presentía que gran parte de su enfermedad era por no trabajar, no por tener el corazón inflamado. Le dolía en el alma ser tan objetivo, pero fue lo único que se le ocurrió para salir de su casa y emprender el camino hacia la plaza y después hacia el hospital, donde la señora vecina le había dicho que se encontraba Morales.

- ¿Pa onde vai Lucero? Te pregunté. - dijo obcecado el turbio y macizo adolescente que tenía más espinillas que poros en el rostro.

En esta historia, todo había comenzado dos semanas atrás cuando Martín fue increpado por su profesor, ya que no había leído el libro mensual. Le dijo que cómo es posible, que se convertiría en un vago, que Orrego Luco era un grande y más grande era su casa grande que daba sueño más que los libros de Jorge Edwards; que no sé a quién se le había ocurrido que ese caballero era un buen escritor. Y lo quedó mirando como si hubiese cometido un gran crimen. Lo tomó de ejemplo como el estudiante podrido que no llegará a ninguna parte porque odia la lectura. Y era cierto. Lucero desde que aprendió a leer jamás encontró un libro que lo satisficiese intelectualmente. Y no porque fuera un dotado, sino más bien porque en su casa no se podía leer: gritaba la tetera, sus incontables hermanos chicos, pasaba la pelota, que el partido de fútbol, que los problemas entre sus padres, que se enfermó el viejo y hay que mantenerlo ocupado para que no se le pare el corazón. Desde que tuvo memoria nunca se leyó un libro completo. Prefería bajar los resúmenes de Internet y de todas maneras obtenía calificaciones aceptables, miserables, pero aceptables al menos, no reprobaría lenguaje.

Sobre no llegar a ninguna parte tal vez no sería tan cierto, porque esa misma noche cuando buscaba un resumen del libro que le había dado su correcto profesor para julio de lectura vacacional, se encontró con una página web que hablaba de un escritor innovador, símbolo de los albores del nuevo milenio por su prosa sabrosa y juguetona. Decidió leer un pequeño cuento que se colgó de la página solo porque era corto y porque su título llamó su atención.

"Cómo morir para resucitar de nuevo, una escueta crónica de la sangre enrevesada"

Qué podría depararle el lenguaje tras un título semejante: vacuidad, quizás eso buscaba. Lo leyó y releyó hasta la saciedad si es que la tuvo, porque no fue sino el sueño quien lo castigó antes que la responsabilidad de buscar al amigo que amablemente le había impuesto decodificar y comprender su profesor. Se durmió pensando en lo feliz que lo había hecho un pedazo de esa buena literatura que desgaja y acicala, que rebota y esparce, que ilumina y te dan ganas de meterte las letras en las venas. Se pasó, se pasó y con las sábanas hasta mañana buenas noches los pastores.

Hay algo inquietante en las manos de Arcadio. De solo imaginarse como prende cada marciano, da la impresión que en cualquier momento inevitablemente se va a descontrolar. Es como si sudase violencia por las manos, como ríos, como esperma derretida en las velas de un santuario ultramilagroso y oscuro, porque dentro de él es oscuro, casi tanto como cuando en los sueños hay cavernas y no se puede salir, no se puede.

Es paradójico pensar que Lucero leyera ese cuento con tantos bríos en la web, porque su autor odia los computadores. Los odió la primera vez que le rechazaron un manuscrito porque estaba pasado a máquina, como a él le gustaba, castigando con violencia el papel y timbrando cada letra como un testamento de sangre negra. Así es como se escribe, con la remington a fuerza para no equivocarse. Le dijeron que las máquinas de escribir estaban obsoletas, entonces tituló su próximo cuento como La Máquina que no Maquina. Enamoradizo como era, se lo leyó a Gabriela en un café del centro y ella quedó tan impactada que hasta se ofreció para digitalizarlo si él no quería, porque la humanidad no podía perderse un trozo de lenguaje tan vivo como ése. Se fueron a su departamento que quedaba en pleno centro, entremedio de edificios luminosos con grandes espejos. En el ascensor ella no paraba de halagarlo. La Ciudad de los Espejos, decidió llamar su próximo cuento, o tal vez sería un poema. Ella le dijo que eso ya estaba escrito, pero el remató con que si bien estaba escrito, aún no había sido escrito por él.

Ya en la puerta del departamento sin cerrar, se desgajaron las ropas y se besaron hasta las heridas. Se confesaron entre gemidos y tuvieron orgasmos de otros mundos o de mundos paralelos, que celebraron con gritos, cantando desnudos canciones de algún feliz cantautor chileno que olvidaron citar. Tras soltarse de tanto embate y gemido, ella volvió al asunto de digitalizar sus textos. Quería ser su albacea, su albacea y su musa, su refugio en esta ciudad ardiente. Él no sabía que ella con su insistencia sería el primer paso para lograr ese inusitado éxito que después, apenas en un par de meses, le haría olvidar quién era esa hermosa Gabriela, ella, la que lo impulsó, la de los billetes del Nóbel, de la avenida, de los dedos mágicos.

Dos meses después apareció en el periódico más importante de la capital, un artículo que detallaba los bríos que tenía su prosa, algo nunca antes visto, asimilable solo a la pareja de grandes narradores que había parido esta tierra y que sus hombres no habían valorado jamás, porque ambos murieron solos, tristes y extramurales. Juan y María eran narradores en una tierra de poetas, decía el artículo, tal parece que hay una nueva voz en la narrativa chilena, que no es beat, no es traumada, no es copia.

Gabriela se casó con un ingeniero, pero siempre recordó cuando tembloroso entregó los textos digitalizados en la editorial. Era su más excelsa manifestación de amor. Morales, estaban firmados. Morales empezó a recibir un cheque a fin de mes, un cheque cada vez más abultado, sus textos inflamaban las antologías y hacían que se vendieran como pan caliente. La gente lo saboreaba y pedía más, más, pero no había quien digitalizase los cientos de escritos que pululaban en su escritorio, así que luego de olvidar a Gabriela, y tras cambiarse de departamento a una casa llena de almendros, tuvo que buscarse otra albacea, y fueron cientos las que quisieron disputarse ese cetro. Llegó entonces Carmen, una mujer que exhalaba belleza hasta por los poros y que lo inspiró a crear su primera novela. A Morales le gustaba su rostro, ordenado como decía ella, pero lo que lo enloquecía eran sus pechos, redondos y voluptuosos, que se querían escapar a cada instante de los sostenes afortunados que los apretaban. Él fantaseaba con ellos y se los imaginaba como montes y banderas flameando y hasta tituló su novela pensando en su dulzura: La Sátira de los Dulces Montes.

"La Sátira de los Dulces Montes", novela, autor Morales descargar pdf. Lucero hizo clic. Había despertado la noche siguiente porque una pesadilla irrumpió quebrando sus grises sueños. Decidió leer porque los borrosos canales de tv habían dejado de transmitir. Y se adentró. Jamás el profesor de lenguaje les había explicado lo maravilloso que era leer. Se había limitado a los análisis, que el narrador homodiegético y la cacha de la espada.

A las 6:30 sonó la alarma del celular, era uno barato, pero eficiente. A las 6:45 su padre emitió un quejido, a las 7:00 su madre irrumpió en su habitación y lo contempló absorto en la pantalla del computador reciclado que le habían regalado en el colegio. Era Martín Lucero leyendo, iba en la página pdf 56 y a sus ojos habría que haberle echado gotas lubricantes porque ya no pestañeaba. Que vas a llegar atrasado, que es muy tarde, que la hora pasa volando. Él se volteó lentamente y solo dijo: "Mamá, es genial".

El primer lugar en el concurso de novelas de la revista Paola es para... (redoble de tambores) ¡Morales! (semanas más tarde) El primer lugar en el concurso de cuentos de la ciudad de Santiago es para... (todos expectantes, pero él seguro porque se lo había dicho Carmen) ¡Morales! Premios, premios y más premios. Durante tres años no fue sino galardones que llenaron sus arcas e inflaron sus alas. Viajó por el mundo y se quedó viviendo en París por cinco meses. Hasta algo del acento se le pegó. Carmen no había podido acompañarlo porque tenía obligaciones contractuales con un canal de televisión. Morales la llamaba por teléfono diariamente y le decía que le pagaba el pasaje, la estadía, todo, con tal de mostrarle una vez más su pecho ardiente con el que fantaseaba todas las noches a pesar de que su estampa y fama lo llevaban por los más inverosímiles parajes humanos y mortales, por las vellosidades del placer mundano del sexo, una y otra vez se sumaban las féminas a su lista y en el desenfado varios hijos e hijas nacieron que fue desperdigando por el mundo, porque de París después se iban a Nigeria, a Gales, a las viejas calles de Málaga, a las exóticas de Manila y a las tiernas callejuelas de varias capitales sudamericanas, todas ellas encinta del gran escritor que una mañana se despertó con la noticia: era candidato al Nóbel. Con tan solo 53 años era un serio candidato, muchos lo leían y admiraban en todas partes del orbe, pero nadie como Lucero, que después de saborear los primeros escritos se fue comprando sistemáticamente todas sus novelas, y reclamaba cuando hacían el lanzamiento de una y demoraba meses en llegar al país. Prefería encargarla por Internet a España, y aunque llegase con eso del majo, joder y los tíos, (porque los españoles siempre han acomodado todo a su flojera), era mejor a estar un día sin leer a su escritor favorito.

Tiempo después, frente al guatón Arcadio se fijaría en sus manos, grandes y peludas, amarillas de tanto fumar pasta, y su aliento, su vaho putrefacto en su rostro como una estela de mierda caliente y humeante. Fue entonces que Martín Lucero recordó una frase que había leído en una novela de Morales. La dijo un personaje que se llamaba Manuel en una historia que se llamaba: Las Mordidas. Trataba de una prostituta que era violada por una pandilla de adolescentes drogadictos. Quedaba embarazada y le confesaba a su cabrón lo sucedido. Éste la echaba a la calle y ella mientras caminaba hacia la línea del tren para quitarse la vida se encontraba con Manuel, un salido de la nada, tipo de personaje predilecto de Morales, que le encantaba hacer aparecer esos personajes definitivos, esos que cambian el paradigma, esos que dicen frases notables y después se desvanecen. Un estudioso en su tesis de doctorado había postulado que ese tipo de personajes eran en realidad el subconsciente de Morales, él que se aparecía en el mismo relato para la redención de sus personajes más extraviados, siempre un consejo, una máxima, una frase para el bronce. Después estos personajes se desvanecían y no tenían mayor incidencia en los acontecimientos más que el cambiar el curso de las vidas de quienes recepcionaban el mensaje para siempre.

- Mijita, si se va a matar, haga el favor de no gritar que estoy con un dolor de cabeza.

Ella lo observó impávida, primero, porque en la línea del tren había emergido desde un montón de basura, y segundo, porque ¿qué más extraño que un aparecido le diga eso cuando ella se va a aferrar de los rieles con esa esperanza de mierda que tienen los suicidas y ha sido echada a la calle por su protector con una vida en el vientre, pero con una muerte en la mente casi tan decidida que solo le bastaba que la desconcentrasen de su propósito para dudarlo, quizás porque la asertiva sentencia de este personaje, era en realidad la perfecta excusa para largarse a llorar y aplacar ese sentimiento de angustia y crisis que deben sentir los que han dictaminado borrarse?

- Mijita, si no va a luchar, mejor deje que pase el tren sobre su corazón.

Lucero, si no vas a luchar contra el alcalde que no quiso dinamitar el cerro, contra la enfermedad de tu padre, contra la educación podrida que recibes, Lucero, si no vas a resistir contra las adversidades de tu vida, contra el barrio lleno de balas, contra ese aliento putrefacto que quiere pedirte plata y que si lo dejas, se va a quedar con el billete de veinte lucas arrugado en tu mano derecha, que es para las medicinas, Lucero, entonces mejor deja que pase el tren por esos rieles luminosos y como a la prostituta le reviente el corazón. Ella en el cuento se negó, el vagabundo desapareció y el tren pasó, pero lo único que le dejó fue una brisa que la despeinó en cámara lenta. Levantó su cabello y la remeció por completo. Ella se quedó a la orilla de la línea del tren, y se fue caminando, ahí terminaba la historia, Morales describía que antes de emprender el camino hacia la ciudad nuevamente, ella, -la puta-, había cortado una flor amarilla del borde de la línea, una flor amarilla de esas que nacían de la nada y resistían todos los vientos provocados por el paso del tren, con un movimiento que simulaba un gran baile universal.

- Ya po hueón, te hice una pregunta, o ¿estai sordo conchetumare?

En realidad no sabía si se llamaba Manuel, Manuel era un nombre que le gustaba. Si tuviera un hijo lo llamaría Manuel. Pues bien, las flores amarillas.

Martín Lucero sacó fuerzas de las palabras de Morales y empujó a Arcadio con fuerza, al menos eso creyó hacer, pero en realidad apenas cambió su ángulo en unos breves grados. Con la mano del billete arrugado lo volvió a empujar aún con más fuerza, pero no alcanzó, el guatón, que era bien guatón se enfureció y tomó los intentos de Martín como un desafío. Profirió un par de epítetos y se lleno de rabia. Era la misma rabia de Lucero, esa de la falta de oportunidades, de los sitios eriazos, de la educación igual que un bodrio: había llegado a segundo básico o más bien nunca partió, porque Arcadio era simplemente un desadaptado y más encima bajo la barrera del CI, el cabro chico agarró el volantín y la fuerza de Arcadio, el arca, las barreras, fue un todo y con descomunal fiereza se lanzó sobre Lucero y casi lo apaga, le dio un puñete de antología, y cuando Lucero en el suelo intentó pararse, le propinó una patada en las costillas, y después, cuando se retorcía de dolor y abría su mano para dejar ver el billete de veinte se detuvo un instante, solo un instante, solo para darle una nueva patada en el rostro que hasta le voló la mitad de un diente.

- Voy a buscarlo a él- dijo Lucero en el suelo - Voy a buscar a Morales.

Se levantó a duras penas. Arcadio observaba el billete que era en realidad para él veinte dosis que lo mantendrían feliz por veinte horas, pero no era su culpa, de nadie era la culpa. Martín observó la plaza de pastos secos y juegos infantiles oxidados, y sus posibilidades de escape, retrocedió unos pasos y como llevado por algún viento primaveral se alzó a la carrera esquivando el embate del guatón Arcadio que obnubilado aún por el billete, no había reparado en que su presa se podía escapar. A él nada se le escapaba. Se creía la muerte.

Corre, corre Lucero, recuerda las novelas de Morales cuando sus personajes huyen, siempre están escapando. Se metió por unos pasajes enrejados, y cada cierto tiempo miraba como se estremecía el aire y la tierra con el guatón Arcadio corriendo como desaforado, aunque no tuviese foros para expresar su ira. Dobló en una esquina y se detuvo. Su corazón palpitaba como locomotora. Las gotas de sudor se evaporaban en su frente roja por la agitación. Y a pesar del cansancio se fue derechito a la otra plaza donde lo vio. ¿Vio a quién? Pues a él pues, a Morales. ¿Cómo es que vio a Morales?

Lucero es un estudiante del montón. Asiste regularmente a clases no porque le guste o sea un letrado, sino que gracias a los consejos de su padre, logró imponerse disciplina para cumplir todo lo que se ha propuesto. Y aunque la escuela es una obligación inamigable, va de todas maneras porque quiere ser alguien en la vida, no sabe quién, pero alguien a quien después se pueda recordar.

Lucero vive con sus padres y sus hartos hermanos en una casita de la población Carol Urzúa, es una casa humilde que le entran los inviernos y todos quieren salir para los veranos, pero está bien, su habitación le permite solo una cama y un pequeño escritorio para el computador y sería, apenas un ante jardín, un césped que su madre riega incesantemente, a pesar de la maleza que insiste en izarse.

Lucero vio por la televisión que hacían un reportaje sobre los indigentes. Se fueron por las plazas buscando a personas que utilizasen los bancos como sus camas y de pronto entrevistaron a una persona que para él era familiar, no sabía por qué le era conocido: más encima era un indigente, ¿cómo es que sucedió que Morales se convirtiera en indigente?

Corrió muchas cuadras, más de las necesarias y se encontró con la vecina. La señora gobernaba la plaza de la población, y sabía todas las copuchas que pululaban en ella. Ella le dijo que el indigente había sido llevado a un hospital, ¿cuál hospital? El más cercano, y siguió corriendo, más fuerte aunque Arcadio no lo perseguía (o quizás sí), ya no le importó el corazón saliendo por su boca, y que tal vez en treinta años más le fallase como a su padre. Solo le importó encontrar al inspirador.

Hasta aquí todo es un enredo, pero lo cierto es que Lucero después de haber leído todas sus novelas, de haberse imaginado por París con La Maga (¿Y esto?), de haber visto por televisión cómo casi se gana el Nóbel, de haber padecido su enfermedad, de verlo por Internet, de haberle mandado mails insistentemente, de enamorarse de todas y cada una de sus musas inspiradoras, ellas, jugosas, decoraban las noches fantasiosas de Lucero. Las soñaba caer en su cama y apretujarse a su pecho. Después de todo eso, lo único que quería era declararle su admiración total al escritor en desgracia, porque ¿qué le había pasado? ¿Cómo es que llegó hasta esa plaza convertido en vagabundo? La historia es incierta y tal vez poco creíble, pero lo cierto es que Morales... Morales, un tipo cualquiera, con un don eso esta claro, pero se metió en camisa de once varas, fornicó a media Europa, todo por su talento. Escribió las frases más hermosas que una mente puede procesar y acicalar a través de las estrellas. Se creyó una estrella, gastó su dinero, fue postulado al nóbel, pero no lo ganó, cayó en depresión en París, fue tomado detenido por exhibicionismo con una prostituta en un puente, luego fue deportado, pero como había perdido su pasaporte los galos dedujeron que era argentino y lo mandaron de vuelta a la plata. Él buscaba algo con que escribir, hasta en servilletas intentó volver a la magia, pero tal parece que se había extinguido y solo escribía garabatos, frases sin sentido como por ejemplo que me gusta lo que te gusta o al diablo las pastillas, o que mejor lo metieran en un manicomio, porque cuando un escritor pierde la veta, es como cuando un minero queda atrapado por un derrumbe. Allí estaba Morales, y de la plata se vino a dedo hasta Mendoza y luego cruzó en una camioneta con unos lolos falsificadores, que traían todo de China, y lo metieron entre los fardos de ropa Gucci china, y así llegó hasta las bodegas, donde lo encontraron todo defecado y lo echaron a patadas. Se fue caminando por una carretera y llegó a la plaza, donde un dulce asiento de madera le ofreció pasar la noche de septiembre, antes que en la mañana llegara ese programa de tv matinal a hacer reportajes sobre los indigentes y él, todo cagado, con la ropa de veinte días, con la barba prominente y recordando a Gabriela, se presentó ante las cámaras, y Lucero, que había encendido la tele hace un minuto, solo para ver la hora y comprender que la mañana apenas comenzaba para él, cayó estupefacto en la sorpresa más terrible, pero a la vez, más prometedora que alguien pudiese tener a los 16 años: ver a su ídolo en decadencia y poder salvarlo, llevarle aunque fuera un chilenito para comer.

En el hospital preguntó por Morales y le dijeron que estaba en el piso tres., pero que se habían acabado las horas de visita. Eso, aunque a él nadie lo hubiese visitado. Subió presuroso y emocionado, imagínense: ver a su héroe en persona. Entró a la sala común donde doce enfermos se lamentaban cual más fuerte sobre su miseria y la injusticia de la vida.

Solo una persona recordaba a Morales en su tierra natal: Lucero. Morales estaba envuelto en las sábanas con el nombre del hospital, demacrado, agonizante.

Lucero se acercó con cautela. No quería incomodarlo, pero esta era su única oportunidad.

  • Buenas noches, señor Morales.
  • ...
  • Buenas... Mi nombre es Lucero.
  • Ándate a la mierda.
  • No puedo, de allá vengo.
  • ¿Cómo es eso?
  • Pensé que usted me podría responder un par de preguntas- dijo Lucero como una excusa.
  • No ves que me estoy muriendo.
  • No todavía, no se muera.
  • Y, ¿para qué seguir viviendo?
  • Para escribir.
  • Pura mierda no más.
  • Y que yo pueda leerlo.
  • ¿Has leído algún escrito mío?
  • Todos.
  • Pues vas a terminar como yo: olvidado.
  • Es lo más probable, pero yo no me quiero morir todavía.
  • Todos se van a morir.
  • ¿Usted también?
  • Todos, antes que yo o después, da lo mismo, esto es una pura y soberana estupidez.
  • ¿Qué?
  • Vivir, ¿para qué?
  • Si usted lo dice, entonces a mí, ¿qué me queda?
  • Nada, solo morirte.
  • Acabo de escapar de la muerte. Un volado que se llama Arcadio me venía persiguiendo y me quería matar, tal vez esté afuera esperándome.
  • ...
  • Mi padre se va a morir.
  • Todos vamos a morir.
  • Solo quería decirle que gracias a usted mi vida cobró sentido. Eso no más, para eso vine.
  • Debes ser el único en este país de mierda.
  • ¿El único?
  • El único que se acuerda.
  • No, somos muchos, es cosa de ver las librerías, la web, su nombre en Google debe tener millones de entradas.
  • Y eso, ¿de qué me sirve ahora?
  • No lo sé, a mí me sirvió. Descubrí sus escritos una noche y desde entonces no he podido parar de leerlos, es fascinante, nunca antes me había sucedido con algo, no sé si me explico bien, con algo que me obsesionara, que me prendiese, que me iluminara. Nunca, solo sus palabras, nada más.
  • Parece que eres un buen muchacho, vete a casa que parece que ahora me voy a morir.
  • No cierre los ojos aún, quiero decírselo mirándolo a los ojos.
  • ¿Qué?
  • Decirle que usted hizo que yo cruzara el puente.
  • ¿A qué te refieres?
  • En su cuento, ese que se llama "Las Barandas Imprecisas", donde...
  • Es una estupidez, lo escribí borracho.
  • Donde el escritor que se salvó del accidente aéreo decide matarse...
  • ¡Es una soberana mierda!
  • No se agite... decide matarse, pero el puente se lo impide porque bajo él se han instalado los colchones de los indigentes, y se lanza. No lo cruza, se lanza, se precipita.
  • Y empieza a llover.
  • Sí, llueve como si fuera invierno, pero es verano.
  • Y se va todo a la mierda. Déjame morir tranquilo. No quiero recordar.
  • No es recuerdo, es ficción. Usted lo hizo. El escritor era usted, y lo salvó la lluvia, lo salvaron los colchones. Ahora yo lo puedo salvar.
  • Nadie me puede salvar, ya pasó mi momento, ahora soy como esos parásitos que saben que van a morir, que viven un día.
  • Como las mariposas.
  • Ya viví suficiente y créeme, si tuviera más vida me serviría para recordar lo bien que lo he pasado. Ya escribí lo que tenía que escribir y así es como me paga mi país, ahora solo me queda...
  • Seguir viviendo.
  • No entiendes.
  • No puede morirse, es joven aún.
  • Juventud, vejez, tiempo, es todo una misma basura.
  • No puede, usted es primordial.
  • ...
  • No se muera.
  • ...
  • Afuera todo es igual que siempre, todo sigue su curso, todo se acaba.
  • ...
  • Todo se acaba.
© 2020 Me moría en la memoria. Todos los derechos reservados.
Creado con Webnode
¡Crea tu página web gratis! Esta página web fue creada con Webnode. Crea tu propia web gratis hoy mismo! Comenzar