Me moría en la memoria

05.02.2020

Yo me voy a morir pronto y quizás por eso quiero contar mi pequeña historia. A ver si me creen, porque nadie me da crédito a lo que digo. Dicen que estoy muy viejo y que tal vez no me funciona bien la memoria. Sin embargo, esto no tiene nada que ver con la verdadera memoria, al menos no con la mía, pero sí que con la memoria de la estupenda cámara digital que me regalaron para mi último cumpleaños.

Nunca me han gustado ni las novedades ni las sorpresas. Con esto del avance de las tecnologías cada día me vi más aturdido y atemorizado. Algo así como el mono con el hueso que hiere, como el pingüino con el cambio climático, como los ríos que no entienden la basura que reposa. Todo eso: los controles remotos, los computadores (armatostes inverosímiles) y los teléfonos móviles no son lo mío. Prefiero los cables, como antes de mí de seguro otro anciano reclamó por los cables, yo reclamo por su ausencia. Si uno se compra cualquiera de estos prodigios de la tecnología, ya a los seis meses debe actualizarlo porque hay otro mejor. Siempre hay otro más moderno, siempre las tecnologías van avanzando y uno va retrocediendo, las manos se vuelven menos vigorosas cuando hay más botones que apretar, si hasta le he tenido espanto al botón del ascensor cuando tras esa pequeña orden no se ha detenido en mi piso, al botón del microondas que le digo cancelar y no basta con decir hay que presionar y se descarga aumentando el tiempo cuando ya me queda tan poco, solo para calentar una mísera comida envasada, de esas blanditas que ya no dañan los dientes, esas que se calientan tanto ante mis dedos míseros que se vuelven sólidas y me trizan la placa al sorber lo que hay que morder. No hay que confiar, las máquinas obedecen a la primera, pero es el cuerpo el que al pasar de los años obedece menos y se vuelve pesado, si no me creen, pregúntenle a mi vejiga, que ahora mismo me está reclamando por el juguito de frutillas salido de la juguera de mil botones que me acabo de tomar.

Pero todo fue distinto cuando me regalaron la máquina de fotos digital. Al principio les dije que para qué quería yo perpetuar momentos importantes. Luego, mirándome al espejo comprendí que la cámara no era realmente para mí, era para sus recuerdos. Pero yo quería que me recordaran joven y vital, no con estos años que se han acurrucado en mi piel y que me chupan la médula de los huesos como vampiros. Quería en su memoria mis años de deportista corriendo los 42 kilómetros contra el viento por la capital. Quería esa imagen de la gala con mi doncella, ese baile sin tocar el suelo por su aroma. Esos años cuando el dolor era síntoma del ejercicio físico, no de la incapacidad de hacerlo como ahora.

Acepté la cámara para que se quedaran tranquilos. La guardé durante meses, gruesos meses. Siempre preferí la otra cámara, esa del cuarto oscuro, de la revelación, donde hasta las manchas significaban algo, donde había que posar la foto, había que hacer la foto, y sonreír, simular una gran familia, un gran momento, un triunfo, un logro; no se sacaba fotos a los malos momentos, al menos no en las fotos de familia, porque eran en definitiva, los indicios del tiempo, las certezas de que solo recordamos los buenos momentos y por eso decimos que todo tiempo pasado fue mejor, aunque quizás decimos sea mucho decir.

Un día limpiando mis múltiples cajones la encontré. Como no tenía nada mejor que hacer, me dediqué a revisar el manual de instrucciones. Sé que cualquier otro mortal con veinte años menos no necesita leerlo, pues hoy todo opera bajo la misma lógica, pero me era necesario leer hasta la más mínima función, para saber si es que la prendía, cómo hacía este aparatito para capturar la realidad. Una vez que leí el manual, la guardé por otro par de meses.

Les decía a todos que la estaba ocupando, que había fotografiado flores y atardeceres, pero no era cierto.

Un día de fin de semana, no sé si fue viernes, sábado o domingo, los tres son iguales, se me ocurrió sacar la bendita máquina y apretarle unos botones. No funcionaba. Está averiada pensé, pero había que encajarle pilas. Eso no es problema, aunque no lo crean las pilas y su instalación forman parte de mis conocimientos técnicos. Lo hice y cobró vida propia. Se encendió, vibró y hasta se estremeció entre mis manos. Había visto por ahí que la gente cuando estaba en presencia de algo importante sacaba sus cámaras y observaba por ahí la realidad. En un concierto de rock, por ejemplo, todos miran por sus cámaras, pero nadie disfruta realmente ese momento. Lo reproducen mil veces después, lo comparten y hasta lo guardan en memorias virtuales para verlo una y otra vez, pero realmente no lo viven.

Tras ver la pequeña imagen que encuadraba la realidad, simplemente me conmoví y quise tenerla encendida para siempre.

Salí con el aparatito a la calle. Tropecé un par de veces por mirar a través de la pantalla y calcular mal las distancias. De pronto, comencé a capturar la realidad: una hoja, la calle, los autos, el cielo tan solo celeste, los cables y las ramas de los árboles, la ciudad entera podía ser presa de ese lente caprichoso y quedarse en esa memoria que en realidad no es más que impulsos eléctricos, pero que mis ojos ven y contemplan. No quise seguir pensando eso y me deje llevar por la fascinación de atrapar los momentos, hasta que un mensaje me avisó que el espacio en la tarjeta se había copado.

Vaya qué nivel de sensaciones. A mi edad ya son pocas las cosas que me sorprenden, he perdido toda capacidad de asombro, y con los tiempos que corren lo más llamativo en un día es que no pase nada. Sé que hablo como si tuviera una vida de los más emocionante, pero no es de mi vida de lo que hablo, es del mundo. Veo los noticieros por televisión y me doy cuenta que el ser humano ya lo ha hecho todo, y lo que siga haciendo hacia delante, no es más que la repetición de sus conductas en el tiempo. Pero esto de la cámara, esto sí que es emocionante.

Llegué a mi casa por la noche y antes de acostarme, tuve el tiempo de hurguetear cada función de la cámara y antes de quedarme dormido, ya me consideré un experto en su funcionamiento. Para poder seguir haciéndola funcionar, al otro día me compré toneladas de pilas y más de una decena de esa tarjetitas que guardan en espacios reducidos todas esas fotografías que uno toma.

Me gasté casi toda la jubilación en eso, pero ahora poco me importa comer si me voy a nutrir de realidad, además sé que me queda poco tiempo y con esta máquina, como me dijeron cuando me la regalaron, puedo al menos perpetuar algún instante por insignificante que pueda parecer.

Cuando ya era todo un experto en fotografía digital vino mi nieto Esteban a visitarme con todos. Esteban tiene leucemia, siempre anda peladito y todo es un gran descubrimiento para él. Le mostré mi cámara digital y lo invité a sacar fotos a la plaza. Se quedaron en el departamento preparando la once y bajamos los dos yo tirando a duras penas su silla de ruedas. Ya conocía las cámaras digitales así que no fue una novedad para él. Decidí llevarlo a los juegos infantiles, pero no podía subirse a ninguno, solo observar. Nos quedamos mirando como otros niños se balanceaban, columpiaban y resbalaban con grandes carcajadas. Le indiqué si quería sacarse fotos. No quería, por lo menos, no en los juegos infantiles. Vamos a la pista de skate entonces. Nos fuimos tan rápido como mis músculos soportaban y llegamos a una grandiosa pista donde niños y adolescentes zarandeaban por montes de concreto y empinados ángulos con sus patinetas. Lo empujé a duras penas hacia la cima más alta de la pista. No fue una tarea fácil, mis fuerzas no dan para tanto, pero a medida que lo empujaba me lo imaginaba feliz en la cima graficado en una foto. Lo intenté una y otra vez hasta que finalmente logré encaramarlo en el monte más alto. Me sentí orgulloso. Y fue entonces que decidí tomarle una fotografía. La ensayé harto y le pedí que sonriera, pero él estaba más pendiente de lo que hacían todos los skaters alrededor nuestro. De seguro soñaba con poder subirse a uno y presumir sus dotes, no lo sé, lo cierto es que cuando le dije que iba a tomar la fotografía, simuló una sonrisa, esperé que no hubiese nadie a su alrededor y pinché el botón. Vi la foto de inmediato y algo llamó mi atención. Estaba Esteban con su sonrisa apenas esbozada y tras él una inmensa sombra que parecía un árbol. Se me ocurrió que había que darle un poco de emoción al momento y le dije qué tal si nos lanzamos monte abajo a toda velocidad. A toda velocidad. Él sonrió quizás con más ilusión y agarré las manillas y nos lanzamos por la pista. Agarramos velocidad, pero mis pies por la artrosis no eran y no son tan veloces como cuando jugaba de centro delantero en el CD Eustaquio Rabanales, así que no pude sostenerlo y su silla y su cuerpecito se desparramaron en el final de la pista, que se cayó como palitroque sin sentido y ahí quedó, ni un quejido exclamó, aunque le debe haber dolido mucho, se intentó incorporar, sus piernas no respondieron, debe haberse golpeado en innumerables partes, se desplomó y yo bajé a duras penas a recogerlo, pero ya era tarde porque mil moretones emergieron de su cuerpo y yo ya sabía qué es lo que me iban a decir cuando volviéramos al departamento a tomar la once que ya estaba retrasada por mi absurda idea de prolongar los momentos.

Como presintiendo el vendaval, Esteban me propuso cubrirse muy bien el cuerpo y evitar todo comentario sobre el absurdo accidente. Él sabía que culparían al viejo culpable de todo y que pasarían meses quizás en que planeasen al menos hacer una visita de médico a mi departamento. Le dije que no, que los accidentes hay que asumirlos y que lo peor de la vida es la mentira. No creí darle una cátedra, pero le dejé bien claro que las mentiras echan a perder todo. Le pregunté si le dolía en reiteradas ocasiones, tanto que cuando íbamos a abrir la puerta del departamento soltó un quejido y me dijo que habría preferido bajar en una patineta y no en la silla de ruedas, pero que me agradecía por el intento.

Irremediablemente estropeamos la once, y todos los que estaban ahí empezaron a mirar los relojes y los moretones y que mañana era un día laboral y hasta luego. Entonces me di cuenta de que era domingo.

Guardé la cámara en un cajón y no la saqué en tres días.

Cuando la volví a sacar, comencé a revisar las fotos que todavía se guardaban en la tarjeta. Quise llegar con prontitud a la de Esteban y fue que lo vi.

No supe describirlo en un momento, parecía como en las fotos de revelados, un manchón, una luz ambulante, una simple imperfección, pero aquí no había papel ni cámara negra, solo pixeles, y eso que se plantaba frente a mis ojos no era al menos de este mundo.

Describo la foto tal cual: Esteban con su sonrisa simulada en el parque, plano americano, tras él los juegos infantiles y más atrás los skaters, luz de tarde en otoño, el monte de concreto de la pista y más atrás un prado verde en el piso y hojas desparramadas azarosamente. Y ahí, como sacada de una película de terror, la imagen nítida y concreta, si hasta los ojos podían notarse, de lo que en un primer momento identifiqué como una mujer, pero que más tarde y con la ayuda de una lupa, pude deducir que se trataba de una niña con un vestido blanco.

Hasta hoy estoy absolutamente seguro de que Esteban estaba solo en la toma, no había nadie más, al menos no en esa escena, y la niña parece abrazarlo a una distancia de diez centímetros y mira fijamente al lente y da la impresión de que está diciendo algo.

Me quedé pasmado. Empecé a revisar una a una todas las fotos desde que me regalaron la famosa camarita y en todas jamás hubo siquiera un atisbo de aparición fantasmagórica. Sí, porque eso era: un fantasma. ¿Qué más podría ser?

La realidad es un dulce juego de la fantasía.

Le llevé la cámara y todas las memorias a mi amigo de los revelados antiguos. Debo conocerlo de hace más de treinta años. Tiene su local de revelado en un barrio que solía ser bullante y próspero, pero que con el pasar de los años se ha vuelto un tugurio de adictos a la hípica y delincuentes primerizos. Mi amigo el fotógrafo estaba reconectando unos cables de luz que le habían arrancado los últimos temporales. Inclinado a la bebida en el último tiempo, cuando ya nadie venía a revelar, lo encontré más viejo de lo habitual, con su petaquita cada cierto tiempo visitando la garganta y apaciguando esos aires voraces de revelaciones momentáneas, de instantes perpetuados, ahora casi sin ejercicio.

Le expliqué lo que me había pasado. Me dijo que él no entendía de esas máquinas nuevas, que para él eran maquiavélicas, maquinadoras, simples luces en el día, gotas en el mar, atisbos que no estaba dispuesto a comprender. Aún así accedió a por lo menos ver la imagen que me cautivaba e intrigaba. La observó por cerca de dos minutos, dio vueltas la cámara y hasta la agitó creo yo, para ver si salía un duende desde adentro. Finalmente me dijo que era un truco, que a estas horas del día todavía no estaba tan borracho como para engañarlo un montaje de luces fantasmagóricas. Hasta me acusó de tecnológico, dijo que era otro más de los traidores de la realidad que se dedicaba a hurguetear todos esos programas informáticos que le habían robado la clientela. Ya nadie iba a su local, y con suerte revelaba a alguna señora añosa un rollo al mes. Me dijo que me fuera y cerró su discurso con un buen trago.

Mientras me alejaba del barrio, escondiendo la cámara porque por ahí había muchos amigos de lo ajeno, me dio pena mi amigo, y desautoricé de inmediato su opinión que hace años me habría parecido una verdad irrefutable, pero los tiempos cambian.

Recordé que uno de mis nietos era experto en estas cosas de los computadores. Era el orgullo de la familia, puesto que siempre obtuvo las mejores notas y se matriculó en la carrera universitaria sin mayores problemas. Era exitoso y hasta salió una vez en televisión porque intervino en algo así como unas redes militares a través de su computador. En vez de encarcelarlo, le ofrecieron trabajar a distancia ni más ni menos que con el gobierno de los gringos. Desde el 73 que no confío en esos rucios entrometidos, pero mi nieto estaba feliz, así que mejor ni mencionarle mi opinión. Estaba tan ansioso por mostrarle la foto que tomé un taxi. De haberme ido en locomoción colectiva habría llegado al anochecer, y con los trasbordos capaz que hubiese terminado en otra provincia, ya que nunca me leí el instructivo de los nuevos recorridos. Llegué a su casa a las 7. Toqué insistentemente el timbre, pero nadie me abrió. Al parecer no se encontraba. Me fui a sentar a una plaza cercana. Allí reflexioné sobre la impulsividad de mi comportamiento. ¿Cómo se me había ocurrido ir a ver a mi nieto ahora famoso y demasiado ocupado? No lo veía hace meses, y mis visitas a su casa deben haber sido ¿dos? ¿Tres?, desde que se convirtió en adolescente. Más encima venía por un favor, ni siquiera a verlo o a saber cómo estaba. Me consideré un imprudente, mal abuelo y hasta infantil. Emprendí retirada. De pronto una mano se aferró de mi hombro. Era él, estaba contento de verme, me dio efusivamente su mano y hasta bromeó con que yo tuviera algún tipo de desorden mental o demencia senil por ir a merodear su casa. Lo entendí y no quise refutarlo. Me invitó a pasar. Soñaba yo con un gran sillón y un vaso de agua porque mis fuerzas a esas alturas ya se habían debilitado demasiado. Ansiaba volver a mi departamento y descansar, pero la fuerza de mi descubrimiento y además la posibilidad de que mi nieto confirmara que no estaba loco y que había logrado capturar una imagen del más allá, me empujaban a seguir.

Me desplomé sobre uno de sus sillones. Allí recobré el aliento. Para que no creyera que mi visita era por puro interés, le pregunté sobre su vida, pero no respondió más que con monosílabos mientras encendía los tres computadores que había ubicado en el living. Así no se puede hacer conversación, así que fui directo al grano. Tomó la cámara y le dio una breve hojeada. Tras eso sacó un par de cables y sin decir nada los conectó a los tres computadores que emitían fuertes zumbidos al arrancar.

Estuvimos en silencio un par de minutos mientras él observaba las pantallas y movía lenta, pero certeramente su mano izquierda aferrada a ese aparato luminoso que cuelga de esas máquinas. Un silencio que parecía un edificio en llamas con el sonido de esos motores que emergía de cada computador.

Me dijo que era un truco, muy elaborado, pero un truco. Era prácticamente imposible que fuese real. Pues no era real por cierto le dije, claro que no lo era, si se trataba de un fantasma metido en mi foto cuando llevé a Esteban al parque y que no había nadie más en la situación. Eso era lo maravilloso. Me trató paternalistamente y hasta debe haber pensado que padecía de verdad de algún tipo de demencia senil, con diminutivos me invitó a dejar la habitación con los computadores bramando. Me enojé por cierto, no era una mentira, ni menos un truco. Es la pura y santa verdad. Me ofreció un tecito y hasta si quería dormir una siesta antes de irme. Me rehusé a todo hasta a sus palabras, tomé mi cámara y ofuscado salí de su casa, de seguro que se quedó pensando que mi demencia era más que efectiva y tal vez, si le duraba el aprecio hacia mí, llamaría a algún pariente cercano para que se preocupase más y buscasen al viejo loco e ilusionista, cuando yo jamás en mi vida he dicho una mentira de verdad. Todos mentimos alguna vez. He dicho que me siento bien cuando por dentro estoy destrozado. Una vez le mentí a un hijo para que no sufriera. Otra vez le mentí a la ley, pero nunca de veras, jamás he inventado algo o ¿será que la vida me está inventando a mí? Pero a mis años, ¿cuál es el sentido? ¿Para qué? Para morir tranquilo, no lo sé. Esta ilusión es verdadera.

Me fui caminando rápido entre los edificios a pesar de que las rodillas crujían como bisagras inaceitadas. Iba cruzando una gran avenida, de esas donde priorizan a los autos y los semáforos son tan breves como la vida de las cigarras, cuando de pronto las piernas dejaron de funcionarme y me quedé ahí paralizado, en medio de la calle, aún sosteniendo la cámara encendida entres mis manos. Varias gotas de sudor recorrieron mi frente, resbalando lentamente por las arrugas pronunciadas por el espanto de la turba automovilística que se me aproximaba impiadosa. Dicen que cuando vas a morir la vida pasa por delante en una milésima de segundo. A mí no me pasó nada porque de seguro sería atropellado, pero viviría. Tal vez inválido, tal vez hasta vegetal, pero viviría. Mi momento final no podía ser ese, puesto que ahora, después de muchos años sin ninguna novedad en mi supuesto jubiloso ocaso, tenía una razón para afrontar la realidad. Los autos comenzaron a pasar desenfrenados, presurosos, por mi lado y mi costado, por mi frente y mi retaguardia moviéndome con su aliento pétreo. Me movían más que mis propias fuerzas. Algunos epítetos escuché, algunos chasis rocé, algo de lástima debo haber dado ahí, en medio de esa gran avenida con los semáforos en rojo y no pudiéndome mi cuerpo siquiera. De pronto una fuerte frenada. Un auto se había detenido en medio del tráfico. Era Carotti.

Carotti era un tipo muy enigmático. Trabajaba de taxista, pero su auto no era un taxi, era lo que se denomina "pirata". Se paraba en las afueras de los centros de pagos de los jubilados para llevar de vuelta a sus casas a quienes íbamos a cobrar la mísera pensión que el estado nos daba por nuestro aporte a la construcción de esta sociedad. Carotti conducía un Lada Samara que en su época fue envidia de muchos, pero que hoy muchos ruegan por que no se quede en pana o que avance más rápido por las ultracarreteras que últimamente han construido. Carotti había dado una gran frenada en medio de la calle. La luz aún no cambiaba, así que tras él, los bocinazos e insultos no se hicieron esperar. Me pregunto qué hacía ahí. Yo le dije que de repente las piernas ya no me funcionaron y que preferí quedarme en el medio del cruce, ya que si me aventuraba a terminar el recorrido, lo más probable es que terminase pegado en un parabrisas parando ensangrentado el viento. Fue entonces que me comenzó a doler el corazón. Me dijo Carotti que me subiera, pero no podía. Por más que intentaba moverme era como si el pavimento y la ciudad y todos los autos me retuviesen. Se bajó Carotti presuroso, abrió la puerta y de un empujón poco cordial, pero entendible por la situación, me metió en su Lada Samara. Todos los automovilistas que pasaban sin excepción, nos regalaban un garabato o una mirada de desaprobación. Arrancó el motor de 1600 y nos unimos al desfile de autos de hora punta. El dolor en el pecho se hizo más intenso, pero por lo menos logré mover las piernas y acomodarme casi sentado en los viscosos asientos traseros. Pasaban rápido los árboles por los vidrios y todo el viento que entraba por las ventanas trabadas hasta me despeinaba y veía todo borroso. Pensé que mis ojos no eran capaces de percibir todo en ese momento. Tal vez cuando saqué la foto a Esteban algo así sucedió y toda mi empresa por conseguir que alguien me creyera, era solamente un absurdo. Cuando ya estuve más vigoroso decidí mostrarle la foto a Carotti, que manejaba concentrado aún sin preguntarme dónde me dirigía, simplemente me llevaba.

Sin detenerse y según mi impresión a una velocidad menos prudente para un examen tan importante para mí, tomó la cámara y contempló durante breves segundos la toma.

Carotti era un tipo bastante especial. Sus pronunciadas cejas convergían en una sola línea, su mentón impedía que pudiese cerrar completamente su boca y sus manos gordas agarraban el volante con dificultad. Era buena persona, algo impulsivo y demasiado gentil. Me dijo que no notaba nada raro en la foto. Pues claro, es difícil concentrarse si se va manejando y tratando de ver un fantasma en una pequeña pantalla, Le pedí que se detuviese, pero no fue necesario, ya que un semáforo en rojo nos ayudó para que se pudiera concentrar mejor. Insistí a pesar de que ahora sentí palpitar con fuerza el ojo izquierdo. Volvió a decirme que no había nada, solo un parque y un niño, los árboles y la luz del sol. Le dije que estaba loco. Fue entonces que detuvo el auto ferozmente, dio vuelta la cabeza como poseído por un impulso bestial y me dijo que él podía ser feo, pero no loco. Mi intención no fue jamás herir sus sentimientos. Que como era posible que lo considerara un loco, que él era siempre amable conmigo y así yo le pagaba, que los viejos están locos, que la edad los vuelve dementes, pero él no, le faltaban años y muchos kilómetros para ser así, que me bajara ahora mismo. Está bien, pedí disculpas, pero pareció no escuchar. Bajé del auto en lentos segundos, crujiendo cada extremidad y la cabeza a punto de explotar, pero digno. Cuando estuve fuera quise pagarle la carrera, pero arrancó demasiado rápido, que no alcancé siquiera a cerrar la puerta. Se fue dándole golpes hasta que al doblar la esquina se cerró por la inercia y se escuchó un crujido en el vidrio que pareció estallar a lo lejos.

Ahí quedé en medio de una calle desconocida. Me registré los bolsillos para buscar monedas y fue entonces que me di cuenta que Carotti no me había devuelto la cámara. Se había quedado en el auto. Quise salir persiguiéndolo, pero varias sinapsis inconclusas en mi mente añeja me lo impidieron. Me fui caminando lentamente hacia donde pensaba que era el norte, porque desde que me cambié al departamento sabía que si me perdía en la ciudad, debía llegar al norte. Ahora la ciudad era una pura masa turbia y decadente. La noche se había posado y mis años se habían quedado. Todo, absolutamente todo me dolía: el aire, las luces, y hasta caminar. Empecé a mover las piernas, pero espasmos continuos me acechaban inmisericordes. Todo estaba perdido. Mi credibilidad, mi vida entera, solo bastaba que me acurrucase en una plaza a dormir mi noche eterna. Había una plaza, había un banco, estaban las estrellas y un viento de los mil demonios que meneaba todo. Pero no era natural, era por los autos que no dejaban de pasar por esa avenida central, era la ciudad entera estremeciéndose y la cámara perdida, porque ya daba lo mismo volver a mi departamento y quedarme dormido en esa cama de años. Ya daba lo mismo lo que pensara mi familia. Total, ya no me iban a ver como debieran, ya no les importaba en mis últimos días, solo esperaban el momento final, para que después me lloraran con ganas y escribieran condolencias que yo jamás leería, porque es el absurdo de los muertos que los lloren y siempre digan cosas buenas de ellos, aunque hayan sido los peores, sin que puedan al menos escucharlas ¿Por qué no en vida? Esperaban que pronto dijese adiós, y es porque tal vez ya tenían todo planificado. Al viejo loco e inservible lo iríamos a enterrar al mausoleo familiar, y serán dos días: uno para el velatorio y otro para el funeral. Pedir permisos en los trabajos, que de seguro resultarán inexcusables, vestirse de negro y corbatas, llegar a la hora para no perder segundos de sus vidas y tras eso, llenar de flores que morirían pronto, bajar el ataúd parsimoniosamente y tal vez un par de visitas cada año, cada vez más lejanas en el tiempo, hasta que la lápida se olvidase porque sus vidas son demasiado ocupadas como para recordar al muerto, a la muerte, a esa que es igualatoria de todos.

Así que me arrimé a la madera de un banco. Me recosté apenas con dolor y ahí me intenté quedar dormido. Pasaron minutos y muchos vientos, hasta que una voz entrecortada me remeció. Era una niña muy bonita. O al menos así se veía con la noche y las luces a su espalda vibrando. Me preguntó si es que acaso tenía frío. Le contesté que sí. Sacó de quién sabe dónde un pequeño abrigo blanco y me cobijó. ¿Sería un ángel? ¿Me estaré muriendo y me vienen a buscar? Siempre me imaginé a la muerte densa y oscura. No tan frágil como la voz de esa pequeña, ni tan dadivosa como para compartir su abrigo luminoso, dejando su cuerpo al aire artificial y salvaje de esa noche. Me preguntó si tenía hambre. Hambre es lo menos que tenía: rabia, desolación cualquier cosa negativa, menos hambre, eso era para los jóvenes, a mi edad hasta comer se convierte en un trámite cuidadoso, cualquier cosa puede meterme semanas al baño, así que le dije que no. Se apartó un poco y con esos ojitos transparentes que presentí, me ofreció finalmente si quería una cámara de fotos. Me extraño su pregunta, que era de lo más curiosa porque efectivamente mi alma anhelaba mi cámara perdida en el auto de Carotti, así que le dije que sí. Extrajo una cámara brillante, en ese momento no lo supe, pero era mi cámara. Pensé que me iba a sacar una foto, pero solo la depositó en mis manos. La vendía en una miseria, así como también el abrigo aureo que me había dejado probar y los Súper 8 para el hambre, cualquier moneda le servía para llevar a la casa y que su padre no se enojase, me confesó después. Si no vendía nada debía subirse al auto de cualquiera y cobrar por favores sexuales. Por eso prefería vender. Eso no dolía tanto. Si hubiese tenido dinero le habría comprado la caja entera de superochos, pero solo me alcanzó para la cámara. Le pasé todos los billetes que tenía. Me dijo que me quedara con el abrigo también, que con esto su noche estaba completa, que tal vez su padre no se enfadaría y que gracias. Quise preguntarle cómo es que la había conseguido, pero supuse lo de los autos y lo de cualquiera y caí entonces en las conclusiones más perversas. Me hubiese gustado acariciar su rostro, me hubiese gustado decirle que la vida no es tan dura, que el dolor es pasajero, que al final solo persisten los recuerdos buenos, pero se alejó, se fue perdiendo con el viento y los edificios, y mi voz no era lo suficientemente fuerte como para aplacar el ruido de la ciudad. Ahí me quedé: con la cámara recuperada y el abrigo. Me acurruqué en el banco de madera ante la noche que caía desaforada y de repente, me quedé dormido profundamente.


Mayo de 2005

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