La sangrada familia

19.01.2020

Robinson subió al vagón del metro en la estación... la verdad no recuerdo bien. Podría haber sido en la combinación con la línea 1. Debe haber venido del centro de la capital y debe haber tenido mucho tiempo para pensar en lo que iba a hacer. Esas luces del túnel vuelven a cualquiera loco. Viajar todos los días apretujado como sardina también. No sé la estación, solo sé que venía en el último vagón, tomado del último pasamanos, mirando el túnel, siempre es el túnel el que me enloquece y el hecho de quedarme ahí varado es simplemente mi peor fobia. Era un día domingo, era el tren final que recoge a todos los que alcanzamos a subir a tiempo, era fin de mes cuando vienen todos pagados y felices. No sé qué más contar, los hechos hablan por sí solos. Pueden ver las noticias si alcanzan o meterse a Internet para profundizar, pero a estas horas no creo que haya un periodista reporteando una noticia que se puede redactar mirando el informe policial de la mañana. ¿Para qué matarse de frío? Tras los hechos y después de dar mi declaración me fui derecho a casa. No puedo arriesgar otro resfrío. Una licencia médica más y me despiden. Ahora justamente leo que a Robinson lo habían despedido el viernes, que trabajó en una repartición policial sin serlo, que tenía permiso para portar arma en la vía pública, que lo más probable es que la última estación de metro donde bajó esté clausurada hasta mañana.

Estación Barrancas, ¿quién nombra a las estaciones? De poco creativo no la llamó "Precipicios", "Abismos", "Simas", "Fosos Insondables". Luego de varias estaciones de zombie con los audífonos adosados a la mente, fue en esta estación donde me dio por mirar a mis compañeros de carro. No había publicidad pegada en ninguna parte, parecía un vagón nuevo, pero por el cebo de los pasamanos, se indicaba un uso bastante regular. (Eso de la mugrecita que se va acumulando en los pasamanos es todo un tema, hasta la más límpida de las manos deja su huella, me pregunto cuántas células muertas habrá ahí, cuántas de personas ya fallecidas, cuántas de hombres o de mujeres, de alguien famoso, tal vez la mujer de mis sueños contribuyó a la mancha viscosa y yo la repelo). Miré al principio del último vagón y pude ver a dos ancianos sentados en los asientos exclusivos para ellos. Parecían sonreír en cada embate del movimiento del vagón en el túnel, se tomaban de la mano con gracia, porque la artritis les impedía cerrar bien los dedos para entrelazarse como lo hicieron de seguro en su juventud. El viejito vestía de cuello y corbata pues era domingo y la señora un traje que tal vez combinaba bien con sus sillones o con las cortinas. Se veían felices los viejos así bien juntos por lo que atención fue nuevamente hacia las rayas blancas y azules que pasaban por las ventanas. Frente a la primera puerta del último vagón venía una señora que de espaldas parecía normal, pero de perfil dejaba ver, -a pesar de taparse con una curiosa bufanda decorada con serpientes-, un prominente par de senos descomunales. No creo que hayan sido implantes, eso era natural. Además la dama lo que menos tenía era glamour, solo tetas. Y vaya qué grandes. Su marido habrá estado muy contento cada vez que las visitaba, pero no pude ver si llevaba anillo. Quizás tenía un verdadero problema con eso, le pesaban y hasta para bañarse le incomodaba el proceso de jabonarse y secarse para evitar los hongos. Apoyado en la puerta que no se abre venía un futbolista dominguero. Se le notaba la ponchera y las zapatillas desgastadas con restos de pasto. Me imagino que si uno se acercaba a él podía percibir fácilmente el olor a axila o a pie de atleta. Casi al lado mío venía una pareja de pololos que no se sacaban las manos de encima. Se manoseaban insistentemente y si no hubiese sido por el ruido del túnel, se habría escuchado el muac muac de sus labios y lenguas tropezándose, y de pronto las luces de la estación siguiente y esa abigarradora sensación de incertidumbre sobre quién subirá, quién bajara al abrirse las puertas.

Estación Laguna Sur, de inmediato pensé en esta laguna que somos al sur: ¿cuál es el país con más disconformes? ¿Cuál es el país con la bandera más linda, el himno patrio más bello, las mejores mujeres? ¿Cuál es el país con el terremoto más grande de la historia? Nosotros pues, si no me cree búsquelo en Wikipedia. Hasta hace poco teníamos el metro más limpio del mundo. Sí, del mundo. Nadie osaba lanzar siquiera un papel en los pisos brillantes de las estaciones. Y dentro, ni fumar, ni comer, ni beber, ni siquiera tocarse para no manchar aunque fuera con una gota de sudor, un pedazo de baba o una lágrima ese orgullo nacional que era el metro. Hoy todo ha cambiado. Culpan al sistema de transporte público, culpan a los políticos, culpan hasta al esmog, pero yo creo que es la raza. Se cerraron las puertas y toda la raza de mi visión frontal se quedó adentro. Nadie subió y nadie bajó. Todos iguales. Raro por decir lo menos. Era domingo de fin de mes, pero no era un día tan extraño como para que los vagones se mantuvieran inmutables. Luego recordaría la razón. Ese día a esa hora justamente la selección nacional de fútbol jugaría un partido decisivo en la Copa América, ¡y yo me había olvidado! Intenté repentinamente sintonizar alguna emisora de radio que transmitiese tan magno evento, pero en el túnel era imposible. Las puertas se cerraron y debe haber sido bastante curiosa mi cara porque los pasajeros de mi visión posterior me estaban mirando cuando hice contacto visual con ellos. Todos, menos él: Robinson que iba al final. Había dos hermanas rubias teñidas ambas de angelical blanco y mucho metal reluciente. Vestían botas de chiporro blancas con mucho iluminado, jeans ajustadísimos color nevado, chaquetas soft shell blancas y aros dorados que supongo tintineaban con el movimiento del vagón. Digo hermanas porque se parecían mucho. Eran bien lindas, pero lo ultramaquillado de su rostro definitivamente en vez de resaltar su belleza la opacaba. Tal vez no eran hermanas. Siempre me pasa que cuando veo a una mujer linda me imagino cómo sería la relación con ella si nos casáramos. Hasta me imagino la boda con pompas, platillos y serpentinas en una capilla decorada a lo heavy metal. Llega el momento del sí y a partir de todo lo que imagino después, como la noche de bodas, la luna de miel y los hijos por venir y todo eso, me decido a dirimir si sí o si no. Todo pasa en un segundo y esta vez fue no. ¿Cómo se vestirían esos pobres críos? ¿A qué colegio asistirían? Más allá solo hombres solos. Con sus bolsitos de trabajadores, llenos de pena por trabajar en domingo, llenos de ganas por llegar a casa y abrocharse un descanso. En el final de vagón dos mujeres, las últimas en enterarse de todo, una madura, demasiado madura con ropas gruesas y abultadas, agarrada con fuerzas al fierro vertical y mirando al túnel con desgracias para sí sola. La otra vestida de negro, oscura como ella sola, le gustaba cambiarse de lugar una y otra vez como si andar en metro fuera un juego de las inercias... y al final de todo estaba Robinson. Todavía no sabía cómo se llamaba. Siempre lo sabré al final de los acontecimientos. No miraba a nadie, no se movía, solo con su bolsito colgando, el abrigo gris y la mano en el bolsillo. Así es como lo recuerdo si me piden recordar. (Bajaron unos cuantos trabajadores y quedó un par, igual de tristes.)

Estación Monte Tabor, la tarde en invierno es siempre más corta. Miré los árboles del bandejón central ya vacíos por culpa del invierno. Las hojas tardan en caer, en cambio los frutos caen con fuerza, como queriendo reventar la tierra. Volví mi mirada a la tierna pareja de ancianos al principio del último carro. El hombre había cambiado su expresión y la anciana observaba hacia la ventana reflejando su rostro desolada. Parece que habían peleado porque ya no iban tomados de la mano. Entonces fue que recordé dónde había visto la cara del anciano. Tengo memoria fotográfica y pocas cosas se me olvidan. El problema es que no sé usarla y por eso me despiden de cada trabajo que encuentro. Lo había visto en la televisión, hace muchos años. Hablaban de los crímenes cometidos en dictadura y de los procesados. El viejo era el secretario de un agente de la DINA. Lo recuerdo claramente. Fue al inicio de los juicios por los detenidos desaparecidos. Estaban procesando al agente e intentaron culpar a todos sus empleados. El viejo se salvó jabonado porque el estoico agente como buen militar no quiso revelar las actividades de sus subordinados y le dieron 10 años de cárcel. A este viejo lo vi rehuyendo las cámaras. Sí, me acuerdo. Quizás ahora iba enojado por su conciencia el desgraciado, y se desquitaba con su mujer. Quizás ella le reprochó para siempre que tuvo que violar como parte de su trabajo a cientos de mujeres, y que quizás vagaban por ahí unas cuantas decenas de huachos con su sangre. El muy hijo de puta y se hace el enojado. Mejor quité ese pensamiento porque muchas inferencias hacen mal. Miré mejor a la señora de senos elefantiásicos y me quedé pegado en ellos. ¿Cómo podían ser tan grandes? De pronto cruzamos miradas y ella comenzó a acercarse peligrosamente hacia donde yo estaba. Me incomodé enormemente dado que mi voyerismo podía mal interpretarse en un lugar tan acotado como el metro. Se ubicó casi a mi lado y se aferró a los pasamanos. Podía sentir su olor, pero no dijo nada. Solo que en cada embate del tren varias veces me rozó con sus senos como queriendo decirme algo, pero no dijo nada, solo su aroma a desodorante barato bien sudado arrebató mis sentidos y un par de tetazos de vez en cuando me desconcentró de querer desconcentrarme de ella. Era muy evidente que quería llamar mi atención, pero me mantuve incólume. Quizás esta mujer necesitaba más atención del mundo. Me fijé en su cuello (para ni mirar las tetas) y descubrí un tremendo moretón. Nacía en su cuello y se encaramaba por su espalda y terminaba en una prominencia bajo su vestido. A ella la golpeaban. La maltrataban. Tal vez en el futuro saldría su nombre en las crónicas rojas como una víctima más de femicidio, y lo que hacía al acercarse tan insinuantemente a mí era su forma de pedir auxilio. Me apoyé contra la ventana para poder observar hacia el resto del vagón a ver si en la próxima estación se bajaba esta mujer. El futbolista registraba sus bolsillos de una forma descomunal. Me llamaron la atención unos chillidos que provenían de la pareja de pololos. Habían dejado de besarse. Él miraba la ventana y su reflejo. Ella revisaba su teléfono móvil. De repente, él sacó un extraño papelillo y aspiró su contenido, ella seguía viendo las virtudes de la tecnología. En breves segundos, él se transformó. Se puso de pie, y empezó a caminar por el vagón como condenado. Robinson solo miraba. El joven extrajo un enorme plumón y rayó con una firma inentendible el vidrio que antes lo reflejó. Al parecer se sintió orgulloso de ello porque después rayó otro y otro hasta que ella lo tomó de una pierna y comenzó nuevamente a besarlo. Quise moverme de mi sitio para interpelar al delincuente que rayaba nuestro orgullo nacional (o metropolitano), pero habría significado desplazar a la señora de las tetas, y ya me estaba gustando que me aprisionase así. En realidad no habría sabido qué decirle. Ser un defensor de los espacios públicos con un público tan reducido y apático, era un sinsentido, o tal vez era más sinsentido que no me atreví a llamarle la atención, o que simplemente me daba lo mismo aunque no fuera así, soy un cobarde. Como ya se habían calmado los amantes (vamos al medio de la estación), intenté sintonizar la radio pues habíamos salido del túnel y al aire libre de seguro encontraría una estación que me informase el estado del partido importantísimo que había olvidado (y eso que tengo memoria fotográfica). Casi todas las radios transmitían. Jugaba el equipo como nunca y perdía como siempre. Todo el país estaba colgado de la transmisión. Todos estaban pendientes en un domingo por la tarde, del destino de nuestra selección de fútbol. Pero perdíamos, uno a cero, uno a cero, maldita sea el destino como siempre queriendo construir la vida. Mejor miré hacia el fondo del vagón. Y ahí estaban ellas. Primero las había visto insidiosamente como un par de putas que van a trabajar, pero ahora asediado por el par de tetas, me parecían unos ángeles. No me importaba su mal gusto para vestir. Las veía hermosas y llenas de carencias. Una de ellas lamía insistentemente un kóyac, la otra solo estaba ahí. Quizás no eran hermanas sino amigas de toda la vida. Definitivamente ellas solo esperaban a que se abriesen las puertas en la próxima estación. Los trabajadores se mantenían con firmeza en sus puestos. Varios de ellos con sendos audífonos implantados se estremecían al relato de alguna radio y esperaban gritar gol en cualquier momento. Extrañamente el futbolista no llevaba audífonos, extraño si eres futbolista y el fútbol es lo más importante ese domingo. Seguía registrando sus bolsillos. Miré a Robinson y me pareció un buen hombre, como en el libro: un buen hombre.

Estación El Sol, ahora que todos eran sospechosos de tener una vida de mierda quise confirmarlo con audio, así que apagué mi reproductor de música y traté de escuchar lo que decía cada cual. Como no éramos muchos en el vagón y ya habíamos salido del túnel no fue difícil, solo hubo que agudizar la oreja un poco.

- Ahora sí viejo, ahora te voy a dejar. Me tiene harta tu genio, tu enojo con el mundo. Todo es pelea, todo. Ya no quiero hablar más.

- Si tú eres la única que habla.

- Sí porque cada vez que te enojas te quedas callado como una mula. Y eres terco como una mula, y te desquitas conmigo.

- Está bien, ándate, pero te advierto que no tienes a dónde ir, te tendrás que ir a la calle.

- A la calle me iré, pero me llevo mis cosas.

- ¿Cuáles cosas? Si todo lo que tienes yo te lo compré.

- Claro, con ese dinero sucio de la pensión que te dieron.

- No es un dinero sucio.

- Si, lo es. Está manchado con la sangre de los miles de inocentes que mataron. A ti te lo dan para que no abras la boca. Es un dinero del infierno. Ahí te vas a ir cuando te mueras.

- Lo único que quieres es verme bajo tierra.

- Y pronto.

- Al llegar a la casa voy a agarrar el par de frazaditas y la maleta café con que llegaste y las voy a lanzar a la calle para que te vayas a dormir con los perros, vieja inmunda. Tú y todos en este mundo están podridos.

Fue corta pero precisa su discusión, y no hizo más que confirmar lo que yo pensaba. El único detalle es que su conversación vista desde lejos parecía más bien una rabieta porque se acabaron los pañales o porque se le despegó la placa, o una rabieta de viejitos. Y lo otro curioso, fue que nadie en el vagón consideró siquiera tomar un segundo de atención a las ponzoñosas palabras que habrían alertado a cualquiera de un posible homicidio o femicidio, depende de cuál era el más fuerte para volver física la violencia verbal.

Me distrajo el sonido del timbre de un teléfono celular. Era el de la señora casi pegada a mí: la señora elefantiásica. Se alejó un poco porque al parecer quería privacidad, pero eso en el metro no se puede tener. Todos la pierden al entrar y la guardan sigilosamente con su actitud de espera.

- ... a las ocho estoy ahí. Llevo el traje y las manoplas. Se me olvidó echar la vaselina, pero con mantequilla sirve igual. Sí sirve igual, lo vi en una película. Pero una película de verdad, no en estas tonteras. Comí hace rato así que no voy a flatular. Los sostenes me quedan bien, no me aprietan. Oye, que no sea como la última vez. Si pues, media hora esperando que se le parara, así cualquiera se desmotiva. Llego en veinte minutos, prende las luces para que haga calor porque hace mucho frío, y ya que no tienes aire acondicionado. Debería cobrar más sabes, pero después arreglamos cuando sea un éxito, cuando me haga famosa, ya está bien, sí yo también, bien...

Fallé en mis predicciones. No era una posible víctima de femicidio: era una actriz porno. ¿Cómo no adivinarlo? La ropa, los labios, las manos, los pechos. Todo lo que una pantalla puede desear. ¡El perfume! ¿Cómo pude pensar que se trataba de una víctima? Si ella es la victimaria. Traté de recordar su rostro de alguna película nacional que hubiese visto alguna vez, pero no me fue familiar. Quizás desnuda la recordaría. Se alejó aún más porque pareció darse cuenta que escuché casi toda su conversación aún no acabada, y me fijé mejor en la pareja de pololos. Él revisaba su teléfono móvil y ella seguía rayando ahora el cielo del vagón. ¿No era al revés? Lo remiré para ver si no me equivocaba, pero se parecían mucho porque los dos ostentaban el mismo corte de pelo y el mismo maquillaje. Eran casi iguales. Lo miré bien y me di cuenta que no eran ella y él, eran él y él.

- Me cansé de rayar esta hueá.

- Siéntate acá, tengo un mensaje del Lelo.

- ¿Qué dice ese hueón?

- Que mañana en la U lo vemos. Tenemos que estudiar química orgánica y anatomía.

- Que hueá más fome. Los leemos nomás, total en la prueba preguntas puras huevás. Ese viejo culiao de anatomía lo único bueno que tiene es la billetera.

- Y el poto.

- Lo debe tener arrugado.

- ¿Tú creís?

- Y peludo.

- Ay, qué asco

- Mira hueón lo que me llegó por SMS.

- Oh, el examen de mañana. Estamos salvados.

- Me lo mandó el Ñecle que está en quinto de medicina. Tiene promedio 6,2 y ya está de internista.

- Debe ser correcto entonces. Ese hueón del Ñecle es muy inteligente, y entra volado a dar las pruebas. Ojalá que cuando sea médico no se le ocurra operar volado.

- A propósito. Tengo dos compradores para la matita. Dicen que nos dan a luca el gramo.

- Diles que a dos lucas. Luca es muy poco, hoy está muy escasa en la facultad. De seguro lo pagan. ¿Quiénes son los compradores?

- Un par de ingenieros en minas.

- Si les gustan las minas son hueones...

Ambos estallaron en una gran carcajada. A mí también me dio risa, pero no por lo hilarante e ingenioso del chiste de uno de estos jóvenes, sino que por lo que había develado su conversación. Eran estudiantes de medicina y copiaban en los exámenes. Mala cosa. Yo nunca copié en una prueba. Nunca se me pasó por la mente engañar. Y aquí estoy. Camino a la última estación después de una extenuante jornada laboral de domingo. Y así será mañana y pasado, todos los días trabajar para que me paguen el mínimo. Mis notas nunca fueron malas. De hecho, era el mejor de mi curso, pero al dar la prueba de selección universitaria, mi puntaje fue un chiste. Todos mis cercanos sabían que me iría mal, era yo el único con esperanzas, pero ya ven, terminé el cuarto medio y tuve que trabajar porque no había dinero para estudiar ni siquiera en un instituto una carrera técnica. Y este par de futuros médicos copian y trafican. Me gustaría ser un poco más pervertido, un poco más protervo. De pronto hubo una especie de temblor, un movimiento distinto a los zarandeos del metro, algo más ligero que un terremoto, más entusiasta. Me puse un audífono y el comentarista todavía mantenía el "oooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooool de Chile" Uno a uno el marcador ¡Qué genial! Revivían las esperanzas de todo un país en torno al movimiento irregular de una pelotita manejada por un grupo de jóvenes, que al igual que yo, apenas habían terminado el cuarto medio. Pero salieron buenos para la pelota, y yo, salí bueno para recordar. ¿De qué me sirve? Mi asignatura favorita fue siempre música. Odiaba historia. También me gustaba inglés, pero la profesora no sabía mucho. Me saqué el audífono. Sería hermoso un triunfo, pero las hermanas habían comenzado un diálogo, y dado que me venía dedicando al voyerismo auditivo, puse como se dice, oreja.

- Supongo que el dulce te calmó un poco.

- No, nada, todavía tirito y no es por el frío.

- Queda poco para llegar, ¿quieres ir a carabineros primero o vamos a tu casa?

- No lo sé.

- ¿Te duele?

- Mucho, incluso siento como si corriera agua hacia abajo. Me da miedo mirar, no vaya a ser sangre.

- Debe ser el frío, ¿quieres que le contemos a tus padres?

- No, mi papá se va a volver como loco. De seguro saca la pistola y va a perseguir al Mauro, capaz que lo mate.

- Y eso quizás se merece el muy hijo de puta. Hacerte lo que te hizo.

- Con denunciarlo está bien.

- Yo también lo mataría, y con un fierro el muy hijo de perra.

- No me lo recuerdes, no quiero recordar.

- Es que debes hacerlo, para que cuando hagas la denuncia digas todos los detalles, si no, no te van a creer.

- Igual no me creerán. Ya me estoy arrepintiendo de ir a los pacos, ¿y si lo dejamos así?

- No, ni se te ocurra. Ese desgraciado debe pagar. Lo que hizo con sus amigos no es normal.

- ¿Y qué es normal?

- Normal es... no sé qué es normal, pero eso que hizo es algo enfermo. Era tu pololo, no tenía por qué "compartirte" y grabarlo y meterte eso... ya, no me gusta ni siquiera imaginármelo, y por eso el dolor de solo pensar en lo que sentiste.

- Dejémoslo así nomás. Seguro que termina conmigo mañana lunes y el martes me empiezo a desesperar por verlo. No puedo pensar en no estar con él. A pesar de lo que hizo, todavía lo amo.

- Eres muy tonta, como todas las mujeres de este país. Si es solo un par de huevas andando, y hay miles, seguro puedes encontrarte a otro mejor.

- No hay nadie como él, nadie.

El par de rubias tenía su razón de ser. El amor, el amor, qué extraño, pero yo creo nunca haberme enamorado en serio, así como dicen que sucede en los libros y en las películas, con finales felices y muriéndose de viejos con descendencias numerosas que los aman y agradecen. No creo que eso me pase a mí. Será por mi buena memoria que recuerdo en una misma jerarquía lo bueno y lo malo.

Ninguno de los trabajadores habló. Solo miraban a lugares habidos en su mente. La mujer madura extrajo un pañuelo desechable. Al parecer lloraba. La mujer vestida de negro se aproximó a la puerta.

- Permiso.

Fue lo único que dijo. Iba a bajar en la siguiente estación.

Estación Santiago Bueras, ¿cómo vamos a morir? Mi profesor del colegio repetía siempre que de lo único que tenemos certeza es que nos vamos a morir, de nada más, es nuestra única expectativa y, por cierto, la que más rehuimos. Debería ser nuestra esperanza y se transforma en nuestro motivo máximo de desolación. Por muy creyentes que seamos le tenemos pavor a ese momento, pero yo creo que más tremendo que cómo es cuándo. Si tan solo pudieran avisarnos para así preparar un poco las cosas, dejar a todos los que queremos bien para que no nos extrañen. Pero no, no se sabe el cuándo y no se sabrá hasta que sea. Lo perturbador es que en ese vagón había alguien que sabía cómo y cuándo iban a morir varios de los pasajeros. Menos la mujer de negro que bajó. Tal vez ella iba a ser atropellada por un vehículo conducido por un borracho, o iba a enchufar el secador de pelo en el baño a pies pelados e iba a sufrir una descarga, o su marido la iba a matar, o quizás no tenía marido, su amante, quizás iba a ser asaltada por un delincuente juvenil de doce años, o de quince o de ocho, con un revólver, con un cuchillo, con sus propias manos, no lo sé, puede ser y puede ser no cierto, quizás llegue a su casa (y es lo más probable) y se duerma tranquila, luego siga viviendo hasta los 80 sin problemas, y se vaya en el sueño. Lo cierto es que aquí en el vagón Robinson ya había tomado su decisión final y tenía en sus manos el destino de todos quienes íbamos en ese último carro del metro en domingo. Sin saberlo ninguno de nosotros, él tenía el poder para determinar. Obviamente (a menos que crean en cuestiones sobrenaturales) yo no fui una víctima de su furia, al menos eso creo.

Mientras se iba el metro de la estación alcancé a ver el nombre de la estación Santiago Bueras. Recuerdo a mi profesor de historia (maldita historia) referirse en innumerables oportunidades a ese prócer de la patria. Al parecer era su héroe personal. Como una vez en una batalla se le partió su sable, luchaba con dos. Batalló por la independencia del país en muchas justas, pero la más importante fue en Maipú. Aquí, seguramente casi sobre nuestras cabezas perdió la vida producto de un miserable realista que le encestó un balazo a mansalva. La espada contra el plomo. La espalda contra el plomo. No sé cómo, no sé por qué, iba yo a meterme los audífonos en las orejas para saber cómo iba el partido, y di una breve ojeada al vagón completo para constatar que todos estaban, no sé por qué, los ancianos silentes se habían distanciado aún más, la mujer tetona se había alejado de mí aún más, los púberes amantes se habían sentado en asientos opuestos, el futbolista ansioso se había ido a la puerta muy cerca de Robinson, las niñas rubias (tan descoloridas) también callaban aunque tenían mucho que decir y decirse, los trabajadores se concentraban en el cielo y la mujer madura de ropas abultadas se exaltaba porque habíamos entrado al túnel otra vez, iba yo a meterme los audífonos y alcancé a escuchar que no había goles, pero Robinsón, ¡Dios mío! ¿Qué haces hombre? Sacó de su bolso una pistola (y el ruido del túnel), la apuntó hacia el futbolista y descargó el primer balazo como si nada, como si fuera normal, como quien levanta la mano para saludar, con una infamia grotesca. El pobre futbolista se estremeció por completo. La bala había perforado su pecho, su inmenso corazón. La sangre manchó profusamente los vidrios y se esparció por la inercia. Robinson apunto de nuevo hacia él y le propinó un nuevo disparo, esta vez en una pierna; luego como si nada y sin ningún mísero gesto en su rostro, levantó el arma y empezó a disparar hacia los trabajadores. El primer balazo le penetró al trabajador por las costillas, el segundo fue al otro en pleno cuello. La sangre bullía como volcanes. Todos en estado de shock apenas podíamos entender lo que sucedía, así que nuestra reacción instintiva fue luchar con la fuerza del túnel e intentar proteger nuestras vidas. Robinson tenía el poder, no sé de dónde lo sacó, pero por un instante fue dios, y descargó nuevamente el arma, las balas fueron a dar al pecho de la señora de senos prominentes, otra bala se incrustó salvajemente en una de las niñas rubias, otra en la frente de la mujer del anciano, y así seguía percutando no sé cuántas y se iban metiendo en los cuerpos de todos los que estábamos en ese carro esa fatídica tarde. Sentí el calor de más de alguna cerca de mi cuerpo, y en breves cavilaciones supuse que había que terminar con esta masacre, pues Robinson seguía aniquilando gente, por eso fue que me aferré al freno de emergencia, pero no funcionó. Siempre quise tomarme de él y ver si cumplía su cometido, pero no. No había forma de comunicar al exterior el estado salvaje que reinaba en ese último carro. Todos nos lanzamos al suelo para esperar la llegada a la última estación. Robinson se mantenía inmutable con la pistola agarrada. No quería mirarlo, solo se sentía el ruido sordo del aire entrando por las ventanas hasta que se convirtió en un sonido más suave lo que indicaba la llegada de la estación, la estación.

Estación Terminal Plaza de Maipú, la cuna de la patria. Me enseñaron desde chico que la verdadera independencia se había logrado un 5 de abril de 1818 y no el 18 de septiembre de 1810 como se enseña en el colegio y lo celebramos cada año. Eso es un error, como decía mi profesor, un error conciente y deliberado, que con sus múltiples consecuencias ha cambiado el devenir de nuestra historia. Porque gracias a esa batalla se gestó por completo la liberación americana del yugo español, así de simple, pero nosotros concentramos todas nuestras fuerzas en celebrar otra fecha. Vaya, un error que nos ha costado muchas incoherencias. Porque si la energía se guía mal no sabe qué hacer. Es la única forma que tengo para explicar lo que estoy viendo. Lo otro sería decir que se cree dios, lo otro sería hablar de país desarrollado con problemas de tiradores apestados con la existencia que deciden matar a mansalva con razones caricaturescas como gringolandia, lo otro sería... ya ni sé lo que escribo, porque cuando se abrieron las puertas pude ver a uno de los trabajadores que salió corriendo con dos balas en el cuerpo y antes de llegar a la escalera se desplomó. Las personas de otro vagones no comprendían lo que sucedía y seguían sus vidas normales, muchos de ellos muy apurados para llegar a ver el partido, al menos el segundo tiempo. El anciano lloraba desconsoladamente junto a su mujer con la cabeza reventada, se tomaba su propia cabeza y parecía preguntarse qué había hecho para merecer eso. La mujer tetona se retorcía en el piso, perdía mucha sangre, pero al parecer no le dolía nada. Una de las niñas rubias arrastraba el cuerpo de su amiga hacia fuera del vagón y clamaba por ayuda. La niña rubia en el suelo inconciente era la que habían violado. Yo estaba lleno de sangre pero no era mía. El futbolista solo estaba en el suelo, inerte. Nadie vio a Robinson abandonar el carro, pero él se bajó con normalidad como seguramente lo hacía siempre, se mezcló con los pasajeros de otros carros como se mezcla la arena después de una ola y todos se ven iguales; subió parsimoniosamente los tres niveles de escaleras (ocupó las eléctricas) y salió por la entrada principal. Esa que solo hace unos cinco meses atrás había contado con la presencia de la máxima autoridad del país, cortando la cintita que la daba por inaugurada. Nueva. La tragedia se propagó con incomprensión y no logró alcanzar la huida normal de Robinson. Cinco abajo yacían muertos. Pero este pobre hombre (como ya sabrán si leyeron las noticias) que más tarde todos crucificaremos, sabiendo de su destino funesto, se fue exactamente a la misma placita donde se le declaró a la madre de sus hijos, Rosita, y se incrustó en la frente el último de los balazos con la simple intención de comprender. Yo solo arranqué, no quise saber de explicaciones, porque sabía que todos iban a venir después a preguntarme cómo fue que evadí la muerte teniéndola tan cerca, cómo fue que Robinson no me asestó ninguno de sus mortales balazos, por qué no me miró a mí, por qué no quiso matarme, por qué sus ojos, sus miserables ojos nunca se fijaron en mí como blanco. ¿Qué hice para no merecer su poderío? No sé cómo llegué a mi casa, recordándolo todo tan vívidamente, encendí la televisión, el computador, me conecté a Internet y pude comprobar que las paradojas son tan hermosas cuando se las comprende. Chile perdía, Chile siempre pierde, Venezuela 2 a 1 ¡Bolivar! Todo sucedió acá en Maipú hombre, en Maipú, tu sueño de familia, desde el comienzo se gestó con sangre. 

Noviembre de 2012

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