La naranja trizada

En el puesto de naranjas había una naranja trizada. Se quería escapar del resto, pero eso nadie lo sabía. José lo suponía, lo intuía, lo quería. Su día no había sido poco habitual. Su trabajo en el peaje de Angostura era agotador para su mano y su vista, sobre todo ese día, que había realizado doble turno. Por eso tras el amanecer cuando terminó, se fue directo a la feria para comprar naranjas que lo revitalizasen un poco, y lo llevasen a dormir aunque fuera un par de horas, pues el insomnio le estaba royendo el alma tras cinco mañanas sin pegar las pestañas.
José calificaba los días por la belleza de las mujeres que le tocaba atender en el peaje. Era un día bueno si por lo menos diez mujeres hermosas le pasaban los $1900 que costaba. Era un día excelente si lograba rozar cálidamente la mano de alguna, mejor si alcanzaba a oler el perfume que emanaban al abrir la ventanilla. Por eso le gustaba el invierno, porque todas venían con los vidrios cerrados y al llegar a su lado en el auto, él abría su pequeña ventanilla y ellas bajaban la suya, y como una ola poderosa emanaba aquel perfume que a veces era simplemente su olor fabuloso. Era un día inolvidable si alguna de esas mujeres hermosas hacía contacto visual, pero eso no pasaba casi nunca.
Había días* en que nada de eso pasaba y al llegar a su casa por las mañanas, lo único que quería era desaparecer.
Otros días le tocaba atender a mujeres feas. Lo odiaba, aunque algunas no eran tan feas. Él mismo pensaba para sus adentros cómo podían ser tan descuidadas y haberse dejado estar con sus cuerpos y sus rostros. En esos días de desolada monotonía José se daba ánimo a sí mismo entonando en su caseta sin que nadie lo oyera, boleros tristes sobre amantes despechados y celos y alevosías simplemente para olvidar, o se fijaba de sobremanera en detalles que pudieran en algo denotar belleza, ya sea en sus cuerpos o por último en sus almas, pero nada levantaba un día si solo mujeres feas llegaban hasta su parada obligada de la barandilla. Entonces ya no quería desaparecer, quería borrarse.
Pero la naranja estaba trizada ese día, ¿cómo decírselo al mundo sin levantar un vendaval que de seguro acabaría con la especie humana en una serie de sucesos irreversibles e inevitables? José la eligió entre las diez que compró. Por suerte el vendedor no se fijó de tamaña verdad y las metió todas en un cambucho para pesarlas y deducir que pesaban más de lo normal: 5 kilos. Solo le alcanzó para pensar que la balanza estaba mal arreglada ese día y que tendría que calibrarla mejor. Le entregó el cambucho de papel de diario que tenía noticias de muertes y suicidios y le cobró pensando que José lo cuestionaría. Pero no. Pagó sin chistar porque sabía que venía la naranja trizada.
En cuanto tuvo entre sus manos el montón de naranjas quiso salirse de la feria y correr hasta su casa. Sabía que llevar esa naranja trizada entre sus manos no sería cosa sencilla, y que debía olvidarse de dormir, olvidarse de tomar un exquisito jugo, olvidarse hasta incluso de ir a trabajar a la noche, porque podía pasar cualquier cosa. En el peaje lo extrañarían, quizás debiera reportarse enfermo, pero es muy difícil mentir si todo se va a trizar en tu vida de un momento a otro.
Apenas quiso alejarse del puesto de naranjas, una bella mujer morena se interpuso en su camino. Se estrelló contra él porque venía distraída y casi le manda al suelo todas las frutas. Se disculpó suavemente "es que venía mirando para otro lado", "lo siento", dijo compungida. Era hermosa. Parecía recién salida de un baño espumoso porque su piel irradiaba olores de sales marinas y jabones naturales. Tenía el pelo ondulado y húmedo. Los labios gruesos y carnosos. La piel como un suave campo de dunas. Hizo el gesto de sujetar las naranjas, pero José atribulado se lo impidió. "Es que voy apurado", se excusó y trató de avivar su paso, pero ella nuevamente se lo impidió. "Te pido disculpas", dijo, "Quiero hacerte el amor", espetó "Ahora mismo, vamos a tu casa". El cuerpo entero de José sufrió un tormento similar al que sufren los bombos de las barras en los estadios cuando meten un gol. "Te he estado observando. De hecho, te soñé esta noche y algo me impulsó a venir a este lugar porque sabía que te encontraría. Fue como un mandato." José observó su abundante escote, el vestidito suelto marrón que la abrazaba caprichoso, y luego reposó en sus ojos de un café difícil de describir, algo así como un chocolate con almendras humeantes. "Tengo que irme" ¿Cómo le iba a decir que llevaba una naranja trizada?
Se alejó a pasos firmes. Ella hizo el ademán de retenerlo, pero él fue más hábil y se fue metiendo entre la gente de la feria hasta estar seguro frente a un puesto de sopaipillas. Parecía que iba a llover, así que la gente compraba sopaipillas en grandes cantidades. Así es siempre: la gente teme a la frialdad de la lluvia en la sexta región y se llena el estómago de aceite caliente. La dueña del puesto era una mujer grande de prominentes senos caídos por sus abundantes hijos, pensamos, porque había uno que despegaba las sopaipillas y era el más chico. Otro que las lanzaba al aceite hirviendo y la hija mayor que recibía los pagos y daba los vueltos. Ella era linda como una flor y tenía diecisiete. La piel suya era como ébano jugoso, porque le llegaba el vapor sufriente de las frituras y porque era de piel oscura como todos los que somos oscuros. Era una flor pues olía como tal y lo linda se lo debía a sus facciones, a sus pómulos angulosos y sus labios rojos. Se los debía a su cintura aguisada y al porte esplendoroso que la medía por curvas en todos los sentidos. Ella se fijó en José y no pudo resistirse nunca más. Dejó los vueltos y el delantal. Se secó con un trapo mugriento las gotitas de sudor, pero quedó igual de linda, así despeinada por el trabajo. Y encontró las palabras para acercarse a él, aunque nunca ella había tomado la iniciativa de ir por una conversación, siempre le iban y ella los rechazaba porque buscaba al indicado, que fuese capaz de trizar su inocencia con la simpleza de los recuerdos buenos.
"Supongo que no quieres comprar una sopaipilla", le dijo. "Tal vez deseas algo más". José se sorprendió aún más si eso era posible. "Yo te puedo ayudar a encontrarlo". Lo cierto es que diálogos así son difíciles de encontrar en estos contextos. Es difícil sostener una historia con este nivel de inverosimilitud. José lo sabía, y si pudiera haber lanzado al vacío el cambucho de naranja lo habría hecho solo para contemplar que ese día iba a ser por lejos el mejor de su vida. Era demasiado para él. Ella se acercó y sin importarle el montón de naranjas entre ellos lo agarró completamente y le busco jugosa la boca para besarlo. Era una niña Dios mío, una niña embelesada, pero una niña al fin de cuentas. José trató de despegarse, pero fue imposible. La madre que se había distraído por la ausencia de los vueltos, la buscó con la mirada. Y en la sorpresa de la escena, se desparramó con fuerzas sobre todo y recordando lo que le había pasado a ella hace la misma cantidad de años que su hija, quiso evitarlo, pero en el empellón dio vueltas el carro entero de sopaipillas, derramando con rabia el aceite caliente sobre los comensales llenos de masas.
Ella la vio y con una fuerza descomunal tomó a José de todas partes y se lo fue llevando para arrancar de la ola de aceite caliente que se venía con el destino. La niña que ahora era fiera se lo llevó de bruces y nadie supo cómo fue que llegaron a un parque abandonado de mentira. Ya estaba anocheciendo porque caminaron a veces abrazados muchas horas. José dejó las naranjas en el suelo. Ella se dejó entera caer sobre un gramado que alguna vez fue un verde prado. En un rato más debía ir a trabajar. El peaje lo esperaba. Le explicó lo que sucedía. Ella rompió en llanto y le confesó que nunca más se iba a enamorar porque no valía la pena la locura ni el placer. "No sirven" le dijo entre lágrimas. Allí la dejó con las piernas abiertas desparramada en eso que quiso ser pasto. Volvió a su puesto a las 11:58 y a las cero horas ya estaba instalado cavilando todo lo que le había pasado. No había conseguido dormir, ni menos deshacerse de la naranja trizada. De pronto un sueño endemoniadamente poderoso le llegó a estremecer la vigilia. Se acercaba un auto. Apenas pudo sostener las naranjas que debió haber botado hace mucho. Abrió como pudo la ventanilla y desde el auto se bajó la automática de un modelo de lujo. Creemos que ella sintió el aroma de las naranjas. Desde la profundidad del auto se escucho un "Te encontré" o fue un "Siempre te he buscado", quizás fue "eres el amor de mi vida" o cualquier frase de canción que todos queremos que alguna vez se nos haga realidad. La puerta se abrió y bajó una mujer madura con olores a la rastra. Estaba bañada en deseo y colores de éxtasis perennes. Intentó abrir la puerta, pero las medidas de seguridad sí funcionaban. Ante su pequeña derrota no se amilanó y por la ventanilla abierta de la garita ingreso todo su sabroso cuerpo. Vestía de fiestas y a pesar de sus años vividos, tenía aún vívidas todas las carnes y deseosas sus partes. José abrió la bolsa en un último intento desesperado por despertar de la vida y entender. Para eso creyó que lo más apropiado sería darle a esta última la naranja trizada. Así que la sacó de entre las otras para entregársela y culminar de este modo ese sufrimiento tan sabroso del día perfecto, pero cuando iba a completar ese acto universal con ella entera metida en su cuerpo y la garita besándolo, se dio cuenta José, que la naranja trizada en sus manos se había transformado en una manzana.
*Al hablar de días nos referimos a noches por si acaso.