Enredaderas en el Aire

- Dame la mano.
- No puedo.
- ¡Dame la mano! - insistió con un grito agudo. Todas trataron de mirarla para demostrarle su reprobación, pero sus posiciones se lo impedían.
- Hasta aquí nomás llegamos- dijo La Mayor.
Le dolían las manos. Duelen las manos y a veces sangran, pero es parte del oficio. Como que haya una protección metálica en el tercer piso.
La Menor iba al final. Siempre estaba a punto de caerse y el grupo no podía permitirse un error. Si se cae, da lo mismo. Nadie la reclamará. Tal vez un empleado del gobierno monte un escándalo y llame a la prensa para figurar. Quizás hasta le haga un lindo funeral, con flores amarillas y todo eso. Y la llevé a esas tumbas que después nadie visita, como les había sucedido a todos en su familia. La Menor es inteligente, gracias a ella Las Niñas ubican los departamentos más fáciles y los moradores más descuidados. Ella vigila. Ella sabe vigilar y controlarse. Es como si le gustara esperar. Además tiene buen ojo, buena suerte. Por eso sus compañeras saben que no se caerá, y que sus gritos de ayuda son para llamar la atención y que digan: "La Menor también trabaja", "La Menor se la juega por nosotras". Pero aun así gritas tan fuerte. Te pueden pillar, las pueden sorprender.
-¿Cómo entramos?
- Hay reja - dijo con resignación La Perla, que iba de las segundas.
- ¡Hay rejas! - le gritaron murmurando a La Menor que se sostenía apenas en el segundo piso.
- No sé, yo estoy que me caigo.
- Pasamos al cuarto - ordenó La Mayor.
- No, al cuarto no. Me voy a caer.
Treparon rápido por las rejas hasta el cuarto. La Menor se oponía. No tenía idea de quién vivía en el cuarto. Hace tres días, mientras vigilaba el edificio le pareció ver a una señora con un abrigo de pieles salir de ahí. Toda la atención la tenía en el tercero. Se había fijado con detalles de las prácticas diarias de sus habitantes. Sabía que era un matrimonio de no más de sesenta años. Él parecía jubilado de las fuerzas armadas (por lo tosco, por lo correcto, porque cuando detenía un taxi simulaba un saludo marcial), y ella era una señora que en su cuerpo no se ponía menos de un millón. Era alérgica al sintético. Tenían cuadros bonitos, muchos equipos tecnológicos y joyas.
La Menor se paraba en la esquina mañana, tarde y noche. Así planificaba y con su prodigiosa memoria iba archivando cada detalle. La noche anterior un auto blanco se detuvo a su lado. Al bajarse el vidrio, vio que se asomaba un hombre de barba cana y anteojos monocromáticos.
- ¿Tienes frío? - preguntó con una voz grave.
Ella se imaginó como en una teleserie, cuando el galán va a buscar a su amada y la encuentra sola vagando por un parque en la noche. Pero su experiencia sabía que ese caballero quería otra cosa.
- Aquí adentro está calientito - le dijo y desde dentro del vehículo pareció emerger una mezcla aromática de tabaco, cuero y sudor.
Ella miró los asientos, miró los espejos, se detuvo en su pequeño reflejo, oscuro en la noche y titilando en sus lentes con las luces de la ciudad detrás. Se acercó un poco y en el departamento del piso tres, las luces se apagaron.
- Estoy esperando a mis amigas.
Qué dices pequeña, quizás lo creas una coartada, pero entregas datos al decir "mis amigas". Deberías haber dicho "mi papá". Una niña de tu edad a esas horas de la noche, sola, parada en una esquina, en un barrio "de bien", no puede ser sino otra cosa que...
- Vienen con mi papá a buscarme.
La mentira le hizo bien al momento, pero no a su memoria. El tipo cerró el vidrio, entendió el mensaje, pero no le calzó la situación. Se alejó en su auto y dos cuadras más allá encontró lo que buscaba.
Ella se quedó pensando en su mentira. Odiaba mentir, sobre todo si luego en la conciencia le quedaría dando vueltas esa imagen que nunca conoció. Siempre hablaban de mi padre como un ser macabro, que llegaba los fines de semana a terminar de emborracharse y obtener un poco de sexo. Así creo que me concibieron. Creo que con la noticia de mi venida al mundo, mi progenitor dejó de venir. Luego mi mamá se colgó en una viga del patio y mis abuelos me dejaron en el hogar del que escapé. Así se resume su historia.
- Dame la mano. - insistió La Menor. La Zana la impulsó hacia adentro. Con la ayuda de un pequeño alambre, La Mayor ya había abierto el ventanal, y una vez dentro sus pisadas no se sentían con la gruesa alfombra que parecía obligarles a dejar huellas.
- ¿Quién vive acá? - inquirió la Mayor.
- No sé.
- ¿Cómo que no sé, mierda? ¿Acaso no estuviste parada vigilando?
- Vigilaba el tercero, ese era el bueno. Aquí no sé.
- Déjala, ya estamos aquí ¿no? Empecemos - propuso la Zana, dando una mirada de complicidad a La Menor. Sabía que todos abusaban de ella por ser la menor.
Se internaron en el departamento con las luces apagadas sin hacer el menor ruido. En lo que parecía la sala de estar, abrieron cajones, registraron repisas, observaron y decidieron.
La Zana propuso que se llevaran los adornos, parecían finos. La Perla se inclinó por los cuadros. La Menor no opinó. La Mayor, en tanto, estaba insatisfecha. No hay nada de valor, no vale la pena. Entremos al dormitorio. Entra al dormitorio. Se sienta sobre la cama. Sus ojos azules se abren. Le acaricia la espalda y más allá con un cariño extraño. La mano es pesada y La Mayor sabía lo que se venía. Su pálida expresión desde siempre, su rostro helado y ovalado hasta los labios iba a quedarse en blanco. El sudor la envolvía como una burbuja amarga, esa sensación de morir con su aliento trepidaba hacia sus piernas, y temblaba, se encogía anticipando el dolor. Él le decía palabras oxidadas, se le arrimaba y la mano con fuerza desabotonaba su pijama rosado. Entraba su mano, su mano áspera y certera hacia el nacimiento de sus piernas, o de su vientre. Y si se negaba era mala, se pudriría como el olor del cuerpo cuando desprendía esa ropa polvorienta del día laboral, acomodándose a su lado. Era el de turno. Ya despertar es malo, simplemente resistir hasta que pase, hasta que pasen las manos y las lijas, y se desprenda ensangrentada la ilusión. La Mayor en su dormitorio a los seis y hasta que escapó de casa, quiere entrar al dormitorio, las demás se niegan, la Zana insiste:
- No, ni se te ocurra entrar. No sabemos quién pueda estar ahí adentro.
La manilla brilla a pesar de la poca luz. Son las nueve de la noche. Las niñas tienen que decidir. Es su quinto atraco. Todos han sido exitosos. Hasta en las noticias han salido. Las han visto, las han grabado en cámaras de seguridad. Con el dinero se han ido de fiesta y hasta han podido comprarse ropa en el mall. Y se han regodeado como buenas niñas porque el pantalón y las blusas no eran las que querían, porque cuando entraron a la tienda, las cámaras y los guardias no dejaron de seguirlas, ellas han pertenecido a todo esto por un rato. Pero esa vez compraron, y se sintieron orgullosas "¿De dónde sacarían plata esas niñas?", pensaron.
La manilla se abre en el dormitorio, La Mayor entra endemoniada y empieza a saltar sobre la cama cantando en tono de burla: "No hay nadie, no hay nadie".
Es invierno.
La Perla poco convencida, temerosa, comenzó rápidamente a buscar unos bolsos y a echar todo lo que se le cruzara y tuviese algún valor. Los inviernos son siempre tristes para La Perla. Solía recordar cuando estaba en el colegio y se le ocurrió clavarle un lápiz en un ojo a un compañero. Sus padres con mucho esfuerzo habían podido solventarle la educación hasta quinto básico en un colegio particular subvencionado muy lejos de su casa. Se levantaba a las cinco de la mañana para llegar con los mismos lápices, con la misma blusa, con el mismo delantal. Sólo tenía un par de zapatos, que usaba desde tercero básico y ya no le cabían, estaban abiertos y apenas podía caminar erguida arrastrando los pies para que no se le abrieran. Sus notas eran excelentes, los compañeros la envidiaban porque no hacía esfuerzos por aprender.
Si esa mañana no hubiese llovido. Si esa mañana hubiera tenido la respuesta. Ahora, mientras hurga en los cajones, mientras sus dedos demolidos por los dientes tratan de hallar con fiereza algo que se transe por lo que la angustia, por la sabrosa sensación de borrarse, La Perla piensa en la fuerza extraña que llevó a sus manos de niña a empuñar el lápiz cuando el compañero le dijo que sus zapatos eran los mejores para soportar la lluvia. Si ella hubiera tenido la respuesta de porqué algunos tienen más y otros menos. La profesora dio un grito desgarrador. El lápiz se incrustó plenamente en el ojo que se reventó como un huevo. Y el niño se fue de espaldas. Y el chorro de sangre manchó como un grifo a todos, porque La Perla había enfurecido súbitamente. Ella, que siempre había destacado por su impecable conducta y sus deducciones brillantes, que había dejado perpleja a la profesora cuando resolvió aquel problema matemático.
Mandaron a llamar a sus padres y les explicaron que La Perla era un peligro para sus compañeros, que no podía seguir en ese colegio, que debía borrarse de sus vidas.
A ella le dio lo mismo, pues pensó que en cualquier colegio podría ser igual, pero no. Todos sus compañeros eran mayores, no se callaban nunca y la pobre profesora solo atinaba a ceder y no educar, callar y permitir que los alumnos se perdieran. Ese colegio muy cercano a su casa simplemente no enseñaba, soportaba. Las pastillitas azules que sus compañeros desayunaban poco a poco se fueron transformando en su almuerzo, en su cena, en el fin, y fumó, aspiró, se secó el cerebro. Ya a los trece su pequeño cuerpo se había batido hasta con la droga más dura, y antes de salir de octavo básico aceptó su destino. El invierno siguiente, mientras robaba a un borracho en una micro, fue sorprendida por un par de carabineros y apaleada hasta perder la conciencia.
El sonido de las sirenas se acerca y se desvanece. Cada vez que cualquiera de las cuatro las escucha, un nudo se aprieta en su estómago.
La Zana sabe que les queda poco tiempo, pero no puede dejar de admirar los equipos de música y se muere por poner su canción favorita. La Menor se pasea sin saber qué elegir para robar. La Mayor se ha quedado en la cama porque le gustó el olor de las colchas. La Perla ha comenzado a tiritar.
La Perla es hermosa, pero sus ojos parecen desviados. Ella no sabe que cuando la imagino aparece con sus manos entrelazadas y sus mejillas rojas como mirando al sol. Tiene quince años, pero su cuerpo ha vivido setenta. Es tan delgada que hasta con una mano se podría abrazar su cintura, y su pelo a pesar de la niebla, está siempre volando con cada designio del viento. Dan ganas de preguntarle qué le ha pasado y cobijarla. Sin embargo ella se aleja, y ahora ya está nerviosa. Han pasado más de diez minutos desde que entraron, y con el ruido que han metido, de seguro los vecinos las han escuchado.
- Oye Zana - dijo La Menor - Ya vámonos.
- Sí, hay que irse, dile a La Mayor.
La Menor sabía que a La Mayor le había gustado el departamento, que querría quedarse mucho rato, pero sus deducciones logísticas le señalan que los dueños podrían volver en cualquier momento. De hecho, recordó que el primer día de vigilancia muchos autos llegaron al edificio, y que algunas de las personas que bajaron, luego entraron a ese departamento.
La Mayor apareció desde el dormitorio. Casi le dice que se vayan, pero antes ésta dice:
- Mira la foto - y muestra un pequeño retrato que encontró, - Este tipo es famoso. Parece que el dueño es famoso, parece un cantante, está rodeado de famosos.
En realidad sí eran famosos, salían en la televisión. Tenían mucho dinero, ostentaban mucho más, ¿por qué, entonces, no había nada de valor?
- Son cantantes, o animadores, son súper lindos y famosos. Pidámosles un autógrafo cuando lleguen. - bromeó La Zana. Y siguiendo su espíritu festivo prendió el equipo musical
La Menor encontró en uno de los cajones un brillante revólver calibre 22 y lo guardo en su cintura.
Hay casualidades en la vida que permiten preguntarse si acaso alguien está escribiendo la historia de todos (eso ya lo habían dicho muchos, pero para mi historia será algo más que la pugna casualidad/causalidad, será como dicen: "trascendente"). La canción preferida de La Zana suena en una emisora, y el volumen sube. Todas se han dado cuenta, y a pesar de reprobar su acción, no pueden evitar sorprenderse y alegrarse. Quizás fue la presión que sentían. Lo cierto es que en vez de apagar la radio delatante, empezaron a bailar. Se miraron y vieron que ya habían obtenido su botín.
Al ritmo de la música se arrimaron al ventanal para empezar a bajar. La Mayor observó el dormitorio, la gran cama azul con olor a limpieza y propuso bajar por la entrada principal.
- ¿Estás loca?
- Lo mejor es salir por ahí.
- Nos van a pillar.
- Es más fácil.
En ese momento golpearon la puerta. La Menor dedujo de inmediato que si golpeaban la puerta era alguien del mismo edificio, pues si hubiese sido una visita, habría sonado el citófono. Debe ser el vecino. Los golpes se desvanecieron. La Mayor encontró la llave y se dispuso a abrir. Las demás cerraron los ojos. Fue tanta la presión con que metió la llave que ésta se rompió. Y nuevamente los golpes sonaron, esta vez acompañados por un: "¿Quién está ahí?" La canción de la Zana terminó. Con los nervios se rompió la llave y así La Mayor selló su destino. En la radio sonaban anuncios comerciales.
- Vámonos mierda, que nos van a pillar.
- Bajemos rápido que los vecinos se dieron cuenta.
Tomaron los bolsos y las cosas que robarían, emprendieron la huida, se arrimaron al ventanal. No sentían sirenas aún, estaba todo bien. Fue primero La Zana, luego La Perla, tras ella La Menor y al final La Mayor. Tal y como subieron se fueron sosteniendo de las murallas y ventanales, pero La Mayor, justo antes de emprender el escape vio, justo metida tras un cuadro, la caja fuerte entreabierta. Si eran famosos de la tele tendrían millones, millones de excusas, de sueños, de sangre, de dolor, intentó afirmarse para volver a subir, pero su cuerpo ya había tomado otra decisión y tuvo que resbalarse. Las demás que bajaban no se dieron cuenta cuando el cuerpo de La Mayor pasó volando y rozando sus vidas.
Volar, eso es algo que dicen se puede, a veces.
Ahora hay sirenas que se acercan y no se van. Y mientras los corazones de las tres se aceleran, La Mayor pasa volando y su cuerpo se ensarta en las rejas que fue lo primero que tuvieron que superar. Recordemos: Antes de empezar a subir, La Mayor reclamó porque era extraño que hubiese rejas con puntas en estos edificios que prefieren invertir en seguridad con alarmas, no con filosas puntas. Que se internaron con rabia en su pie, en su vientre y en su hombro. La sangre se esparció con generosidad. Con una suerte escabrosa se podría pensar que ninguna herida traspasó un órgano vital, pero es La Mayor. La que ha caído, la que ha fallado, la que yace quejándose por el dolor supremo metida en las puntas. Y la sangre se despedaza, y las sirenas se acercan. Las niñas no se habían dado cuenta, solo la vieron metida en esa escena ultrarrealista, socavando las mentes con la impresión, que les decía con una boca llena de mierda que su amiga perecía, que se estaba muriendo allí abajo, y que llegó antes que todas al destino que al final todos podríamos alguna vez saborear.
Ninguna herida es lo suficientemente profunda como para causar daño a los pecados de La Mayor. Luego que su padrastro abusó reiteradamente de ella, se escapó de su hogar, y luego al hogar cada vez que caía en cana: robó muchas veces. No le importó a quién, mucha gente sufrió, pero ella sangra. Le enterró un fierro a una joven que esperaba la micro, porque no le quiso entregar el celular. Ella tenía cáncer, con un pañuelo en su cabeza cubriendo la calvicie que le producía la quimioterapia, no se dio cuenta cuando vino la mano de La Mayor, ni menos vio el fierro oxidado. Ella era mala, muy mala, en los noticieros seguramente dirán eso, pero no dirán como duelen los metales traspasando el cuerpo, ni como chorrea su médula para espectáculo de todos. Falta poco para que lleguen los medios.
No hubo gritos, pero al parecer todos los edificios despertaron. En especial este edificio cobró vida. Las luces se encendieron y el vecino del tercer piso, que con los ruidos de su cielo había ido a golpear la puerta de su vecino para ver si todo estaba bien, ya está eligiendo entre sus pistolas cuál será la adecuada para matar, para acabar con la delincuencia.
Las niñas colgando de las paredes no entienden qué le pasó a La Mayor. La ven y tratan de evitar el espanto. Las murallas se vuelven pegajosas, el edificio tiene olor a billetes (como a caca), les pican las manos. Arranquemos. Entonces la viscosidad de los muros las dejan caer desde el segundo piso, y todo el botín se desparrama como sus almas por el suelo. Las sirenas son inminentes. El vecino aprieta el botón del ascensor con la cacha de su arma. Su mujer le dice que tenga cuidado. La Menor se cae de cabeza, va a morir.
Tuvieron que dejar a La Mayor muriéndose porque eran cuatro desvanecidas ilusiones que nunca supieron el sentido de las cosas. Ahora hay tres que pueden seguir brillando si las dejan. La calle está infestada de policías. Se han apostado ante la alerta de que las "niñas araña" han atacado otra vez. Las noticias las describían como pequeñas arpías salvajes con ansias de destruir. Yo las veo corriendo por los jardines del edificio. Han dejado todo atrás. La Menor por suerte no murió, va cojeando apenas y mira a La Zana que le dice que ya llegaron los pacos y están perdidas, que La Mayor grita de dolor, que La Perla no sabe y que tú no verás cuando salten la última reja y logren arribar a la calle.
La Zana tiene el cabello rojo. Le dicen así por zanahoria desde chica. Su historia nos puede aclarar el porqué de nuestra historia. Contemos...
Duele nacer, la Zana fue lanzada a través de las piernas sangrantes de su madre hacia el pozo séptico. En la vieja casucha de madera, como habían sido escupidas sus otras tres hermanas porque su abuelo no aceptaría "guachos". La mujer tenía la imperiosa necesidad de unirse con cuanto hombre apareciese por el pueblo. El pueblo no lejano de la capital fue sindicado por las noticias como un rincón del diablo por las noticias de la época, una vez que la mujer, su madre, corrompida en la conciencia por la culpa, fue al consultorio a confesar su cuarto crimen, y todo se descubrió. Hasta se hizo un programa de televisión. Pero antes de eso, dos policías fueron a detener al abuelo que no quería serlo y cuando iban yéndose con el hombre esposado, los árboles dieron un suspiro desgarrador, la acequia gimió y algunos de los animales expectantes desesperaron: un ruido en la casucha. El hombre se deshizo en culpa, en la gran culpa, porque cuando se escuchó el llanto casi mágico, y la mente actuó rápido para darse cuenta de la inefable realidad, hubo un llanto que desbordó sus añosas sienes. Los policías corrieron hacia el baño séptico y uno de ellos metió la cabeza por el cajón chorreado.
Antes de ser invadido por la culpa, el abuelo se cortó el cuerpo entero con un machete. La Zana desde siempre pensó que su color de cabello adquirió el color de su primer destino en este mundo. Ella no lo recuerda, pero su madre se encargó de enrostrárselo desde que tuvo uso de razón. La culpa, sin embargo, le ganó al tiempo. Y ella sin culpa, tuvo que asumirla como suya. En la cárcel todas las noches esperaban al viejo para recordarle lo que había hecho. Lo violaron con fuegos incandescentes, le refregaron con heces humeantes sus actos, hasta que terminaron por matarlo. La culpa, su madre se lo recordaba, la culpa es de la Zana.
Mientras caen las últimas gotas tibias de la sangre de La Mayor sobre el césped recién cortado, entenderemos otra razón para la historia.
Se alegró su madre al quedar embarazada de La Mayor. No podía asegurar el nombre del padre: Diego, Pedro, Bernardo, José Miguel. Sabía que no era de Manuel, mas no podía asegurar nada más. Se alegría radicaba en la progresiva hinchazón que se produciría en su abdomen, para justificar el trabajo que le habían encomendado. Su madre traería desde el norte en su interior los ovoides de droga como todos los veranos, solo que ahora con el vientre abultado, las sospechas serían menores, los tratos con su persona serían, como decir, balsámicos, protectores.
Cuando en el paso fronterizo, con siete meses de embarazo sintió la primera patadita de su bebé, ella no se alegró más, pues le había reventado un ovoide, según ella. Los efectos eran conocidos, demasiado conocidos. Lo cierto es que La Mayor enrollada en sus jugos solo reaccionaba al efecto de la droga colándose por sus poros internos, y debería haber pateado con rabia. Pero solo fue una patadita la que incitó a la culpa, y nublándosele la mente al subir al bus, su madre entró a la volátil e inútil gravidez que preambulaba la sobredosis. Pálida, eufórica, sangrando su sangre solo atinaba pensar que los clientes quedarían muy decepcionados, los clientes de los brillantes billetes rayando en la angustia, todos con sus sonrientes sollozos, en el barrio alto con sequía por culpa de la patadita.
Vomitó sobre su compañera de asiento, se le perdió el mundo y quedó desparramada en las felpas sintéticas. Llegaron los policías, que ya sabían de esas prácticas y lo supieron de inmediato, pero embarazada. Sí, con una niña sin ver el mundo, simplemente terminaron por odiar su profesión.
En el hospital le abrieron el estómago, y junto con los 33 ovoides de tres gramos cada uno, salió sin llanto entre las babas génicas La Mayor. La golpearon y no lloró, la limpiaron, la remecieron, y no lloró. Extrañados los doctores, pensando que estaba muerta con los ojos abiertos, incluso la pellizcaron, pero no lograron sacarle una lágrima. Hasta hoy nadie nunca ha visto llorar a La Mayor. Y creo que retorciéndose en los fierros aún no ha caído ninguna. Y no caerá.
La mujer se recuperó en la cárcel, y por tres años recordó que ese verano su vida fue arruinada por quien todavía no veía la vida. Cuando salió se encargó de recordárselo cada día. Mirándola a ella y a su palidez no quería evitar el recuerdo. Y recién aprendiendo a hablar creyó que las malas palabras de su madre eran las únicas que existían, pensó que el odio era normal, que los abrazos no existían, y que besar era un acto imaginario, que ella soñaba a veces porque lo veía en la televisión, pero que cuando despertaba, seguía allí, impertérrita: la culpa. No tenía idea de lo que significaba, pero ahí estaba y dolía, aunque con los años el dolor fue tan real que se hizo normal.
La Perla corre, sus pies apenas tocan el suelo. Ella es hermosa, tanto que me dan escalofríos de apenas arrimar su historia para justificar.
Justificar su historia, sin embargo, es aún más difícil. Su padre nació en una familia de tradición. Tenía de esos apellidos dobles que dan jerarquía. Su mujer era de esas princesas que requieren ser tocadas para comprobar su existencia, son como de cuentos, de imaginaciones, irreales como con luces. Estrella de la televisión. Vivían felices en un departamento rosado encaramado en el piso 22 de un edificio brillante. Su historia era feliz, con mucho dinero (rebosante quiero que se lo imaginen).
- Tengo algo que decirte.
- (Como en una película) Dime.
- No sé cómo decírtelo.
Una luna azul se hizo presente esa noche. ¿Cómo se lo digo? No puedo tener hijos, ella era perfecta, pero su interior le impedía procrear.
- Y, ¿cómo se lo vamos a decir a todos?
Todos eran la prensa, sus familias, sus padres, la opinión pública. Es realmente raro que una pareja perfecta no pueda concebir. Entonces idearon el plan: Él se iría a algún barrio pobre y elegiría una mujer a quien le propondría servir como receptáculo de su descendencia. Uno, dos, tres hijos como una familia normal. Le pagaría bien a cambio de su silencio. Mientras tanto su madre imaginaria fingiría un embarazo, daría entrevistas, contaría infidencias, compraría ropitas. Todos pendientes de su embarazo.
Él se fue a una población con nombre de escritor, donde nadie sabía por qué se llamaba así. Encontró a la madre de la Perla en una plaza con una bolsa plástica aspirando pintura. Le contó de su proyecto. Le ofreció dinero. Claro, debía confiar en ella, pero los nervios y la culpa no lo dejaban razonar, como era la primera y quería terminar rápido, se le arrimó con fuerza en esa plaza. La noche ocultaba sus cuerpos jadeando a la luz de la luna roja. Explotaron los fluidos con un escozor salvaje, con una ternura dolorosa, cayeron las gotas de sudor en esa noche de verano. Acordaron el dinero, cuándo vendrían a buscar el fruto, le dio dinero para que dejara sus adicciones. Ella lo entendió bien y fue responsable. Se cuidó, era mucho dinero, se rehabilitó en días, volvió a la casa de sus padres, empezó su embarazo comiendo grandes cantidades de cereales. Sentía como el bebé crecía en sus adentros con fuerza y a los siete meses, cuando por última vez él fue a visitarla, acordaron cómo se haría la entrega y cuál era el proyecto de seguir con la farsa con tres hijos más, esa noche, ella se quedó viendo en la televisión un programa pregrabado donde aparecía la futura madre con su galán besándose en reiteradas ocasiones. Ella recordaba la noche en la plaza y lo poco que sintió la penetración por el efecto de la pintura. Ahora recompuesta, con sus diecinueve años mirando el futuro no se enteró, que luego de dejarla, él se encontraría con su mujer en la entrada del edificio brillante, y que tomarían el ascensor junto a una anciana que apretó el subterráneo para ir a buscar su auto, no se enteró que la cuerda del ascensor desgastada por bajar antes de subir, cuando iban en el piso diecinueve simplemente se cortó y los vio resbalarse por las medidas de seguridad poco mantenidas porque nadie pagaba los gastos comunes hacia el fondo, bajando, bajando se abrazaron y el cojín que simulaba el embarazo no permitió el abrazo integral, solo permitió el grito y luego del estruendo, solo quedó la polvareda, la sangre y la muerte.
La madre de La Perla se quedó esperando y semanas después cuando hubo reventado la bolsa se fue en micro al hospital donde en la sala de espera fue abierta de piernas y tuvo a La Perla, sin aún saber que su padre estaría enterrado junto a su madre en el cementerio de pastos eternos y siempre verdes, todo porque no vio televisión, ni se enteró de la conmoción nacional por la muerte de las estrellas y de su futuro hijo o hija que ahora esparcía sus líquidos en la sala de espera, quien vio a la enfermera que caritativamente trajo una sábana para envolver al recién nacido, la observó y al verla dijo, para calmar a su madre quien gritaba de dolor: "Se parece a Juan Manuel" Juan Manuel el ídolo que murió junto a su amor cuando cayó el ascensor hacia las estrellas, y quien no pudo conocer al hijo que esperaba su mujer, qué triste, qué penoso.
- ¿Está muerto? - Preguntó la madre de La Perla.
- No, su hija es hermosa, es una niñita y brilla.
- No, Juan Manuel, ¿está muerto?
- Sí, hace más de un mes, pero su hijita...
Las paredes blancas pintadas a la rápida vieron como se desvaneció la madre de La Perla, y como con el llanto de la niña se vio obligada por sus sentimientos a morir. Le había dado tanta vida a ella y con tanta ilusión, que al conocer la verdad simplemente se murió.
La Perla se quedó en el hospital hasta los cuatro años porque nadie vino a reclamarla. Como padecía una insuficiencia respiratoria que le impedía vivir sin un respirador al que se conectaba tres veces al día, los encargados del hospital hicieron lo imposible por buscar a alguien que se hiciera cargo de ella. Hasta que aparecieron dos padres adoptivos con requisitos y felices se la llevaron y le dieron amor y educación. La inscribieron en un colegio de bien, tenían mucho amor, demasiado amor y pocos recursos, que se extralimitaban con lo mucho que costaba el respirador artificial. Luego del incidente del lápiz escapó y se encontró con el aire capitalino, extrañamente pudo vivir sin problemas. Desde entonces vivió en la calle durmiendo bajo puentes y haciendo pequeños robos para sobrevivir. Extrañaba ver su hermosa cabellera dorada, y las facciones delicadas de su rostro vagar por las calles del centro, nunca mirando a los ojos, siempre escondiéndose, hasta que un día conoció a La Mayor en el pasillo de las carnes de un supermercado, cuando ambas robaban algo de comida.
Y una vez cuando fueron sorprendidas en la noche saqueando un quiosco de la calle Bandera, y las llevaron al hogar, conocieron a La Zana, que tenían que amarrarla a la cama para que no se escapara. Un día de otoño, las tres se fugaron y en su camino vieron a una niña perdida y les floreció el instinto maternal viciado para recogerla, llevársela, cobijarla: era La Menor.
De La Menor no recuerdo nada, solo sé que va mal herida y después de La Mayor es de seguro una nueva víctima. Sin embargo los policías, que ante la enorme amenaza de las niñas arañas y ante las cámaras, han decidido vaciar sus armas y han comenzado a disparar a mansalva sin saber que ellas no matarían a nadie. Debieran matar a muchos, pero son ahora tres almas blancas corriendo en la noche para que no las maten.
La Zana recibió un balazo en plena frente y en sus dos brazos. Murió casi al instante. La Perla alcanzó a llegar a la barrera policial y allí comenzó a golpear con fuerzas a los policías. Con su cara desquiciada solo gritaba: "¡Por qué!" "¡Por qué!" Hasta que un oficial recién ascendido le dio el tiro de gracia en la sien.
Todos intentaron darle a La Menor, pero ella era tan ágil que parecía tocando una sinfonía con sus pasos. Cuando todos los que presenciaban la escena observaron cómo los policías abatieron a las otras dos se dieron cuenta de la barbarie que habían propiciado y comenzaron a gritar "que basta" "que son unas niñas", "que detengan el fuego", la culpa arrimaba a todos los corazones y parece que en la noche la oscuridad era más brillante por la escena. Esta niña al ver que dejaban de disparar, de detuvo. Miró a todos a su alrededor y un foco la iluminó con fuerza para que el mundo la viera ya que todos los canales de televisión estaban transmitiendo en vivo. La Menor al ver a sus amigas muertas, al ver su futuro destruido, al recordar a La Mayor retorciéndose de dolor en los fierros adosada, al saber que desde siempre sus razones estaban perdidas, que sus vidas no debieron ser porque no tenían más razón que alimentar el morbo de la gente en los noticieros, sacó el revólver que tenía guardado en su espalda y frente a todos, se voló los sesos.
Noviembre de 2009