Deidades abrasadas

"Lo mataron hueón, no hueón si se murió solo, de viejo, como se mueren los que han vivido harto y bien. No vivió bien, sufrió, si era cura y no podía meterse con minas..." Era difícil entender el diálogo de Carlos y Alberto, porque hace poco habían debutado en ese día a las siete de la mañana con dos pipetas de pasta base y marihuana.
La mañana era hermosa y los aromos en flor entregaban esa atmósfera espléndida donde la gente común cree que todo es más lindo y los depresivos se suicidan. Primavera después de las fiestas patrias. Sin embargo, la gente anda triste otra vez, más aún si se ha muerto el curita.
Carlos y Alberto fueron a ver dónde lo estaban velando. Era una parroquia modesta con las paredes pintadas con cal. Sus mentes sobrestimuladas los detuvieron en varios detalles. Vieron las doce estaciones como una película y el altar les pareció similar al comedor donde a veces iban porque regalaban comida a quienes no tenían dinero. Ellos dinero que tenían lo gastaban en pasta, o en garrafas o en cigarros o en alguna prenda vistosa que conseguían barata de algún mechero.
La gente comenzaba a llegar en masa. Y eso que era temprano. El cura fue bastante querido en la población. Muchos lo tildaban de héroe ya que durante la época de dictadura militar se dedicó a defender a los oprimidos. Enfrentó en muchas ocasiones a los militares para que no matarán a las viudas que habían salido a tirar piedras porque habían torturado y matado a sus hombres, a las madres por sus hijos y a los hijos por sus padres.
Carlos y Alberto no habían nacido todavía cuando pasaba eso. Cuando la población se convertía en un campo de batalla. Las fogatas en las esquinas eran pan de cada día y el respirar lacrimógeno una costumbre. Ni siquiera habían nacido para cuando retornó la democracia, pero lo sabían todo. Hasta el más ignorante de la población sabía que se mató a mucha gente en esa época y había que sentirse orgulloso de nacer ahí porque fue el único bastión que nunca dejó de luchar ni sucumbió ante las feroces arremetidas de la represión.
"Hay harta gente parece, si ese cura era comunista, no hueón era cura, pero no comunista. Si es lo mismo, no es lo mismo. Mira, en esa foto aparece sangrando. Es brígido morir crucificado, pero si el cura murió de viejo hueón, no el cura merme, el barbón, ese que aparece en todas las fotos contento, hasta cuando se está muriendo." Los diálogos a veces se volvían incomprensibles. Fue tanta la gente que decidieron abandonar la parroquia y largarse a la cancha de fútbol a fumar los tres pitos que les quedaban.
Estuvieron parte de la mañana y casi toda la tarde fumando la pasta y hablando incoherencias. Estos hermanos ya no conocían otra vida. Eran hijos del mismo padre, pero de distintas madres. Se conocieron en primero básico en el colegio de letra y número más atiborrado de la comuna. Hace días que no comían y hasta se habían olvidado de beber agua. Fue entonces que se les ocurrió volver al al funeral para cuando se hubiese oscurecido. Tras discutir sobre la relevancia del sacerdote muerto, decidieron hacerlo más importante y darle un cadenazo a los cables del tendido eléctrico, ¿qué pasaría si de pronto en el funeral, cuando esté más lleno de gente, cuando hubiese políticos figuradores, canales de televisión en vivo, mujeres llorando a mares, se cortase la luz? ¿Ah?
Sería bueno, no porque al apagar la luz se verían las estrellas y tengo siderofobia. ¿Qué chucha? Siderofobia. Nunca te había escuchado decir una palabra tan bonita hueón, te felicito. ¿Y qué significa? No sé, cuando chico me llevaron al consultorio porque no podía salir en la noche y me dijeron que tenía miedo a la oscuridad. Pero yo no le tengo miedo a eso, le tengo miedo a las estrellas, o sea todo lo contrario, ¿me cachai? Todo lo contrario, pero igual sácate esos letreros de pare y lancémoslos a los cables. Son tantos cables que más de alguno cortará la luz.
Se enfrascaron en una tenue lucha con el letrero PARE de una de las pocas esquinas de la población que poseía uno, y tras un forcejeo lo derribaron con ternura. Luego lo arrastraron hasta un juego de postes que tenía un transformador, lo elevaron con fuerza y al tercer intento, lo lanzaron contra el menjunje de cables, cobre y plástico duro. Fue una explosión de estrellas que atemorizaron a Alberto, quien casi se escapa a otro mundo. Luego se disiparon y pudo ver las verdaderas. Eran tan fulgurantes que dolían como la vida. Así que decidió enfrentarlas aunque apenas tenía fuerzas. Su plan era ir a observar cómo la gente enloquecía con la falta de luz en el funeral del curita importante, muy importante, esencial en la historia del país, porque fue un tipo que defendió los derechos humanos cuando todos los vulneraban, que se enfrentó a las fuerzas militares para evitar que siguieran matando gente. Sin embargo, la Lucita, una niña de no más de nueve años, con el cabello rojo y la curiosidad acechante observó toda la escena, pero antes de que pudiera ir a contarle a todos, Carlos Y Alberto la retuvieron.
Vos te quedai callá cabra chica e mierda. Fueron violentos con ella y decidieron mantenerla retenida mientras quedaba la grande. Si yo no iba a decir na. ¿Y pa que te escapabai entonces? Si no te quedai aquí cabra jetona y te quedai quieta, te vamos a violar.
Ella no entendía mucho lo que era violar, a pesar de que había nacido producto de una violación, y alguna vez se lo escuchó decir a su abuela con una pena soberbia. Se trató de quedar tranquila, pero también la curiosidad era fuerte. Alberto se subió a un techo para mirar, ¿qué está pasando? ¿Qué se puede ver? Nada si está oscuro, solo se escuchan gritos.
Era efectivamente eso. La luz cortada en pleno funeral comenzó a agitar los ánimos. Los retrotrajo a las épocas de los apagones con sentido y para protestar. No había nada más placentero para la rebelión, que prender una fogata de neumáticos en espera de las hordas militares en plena oscuridad. Todos en la población estaban acostumbrados a ello. Quizás hubiese sido una hermosa y combativa remembranza en otro momento, pero hoy no. Hoy estaban velando al cura, y el corte de luz les pareció el más grave insulto que le podrían haber hecho a la memoria de la resistencia. Una bofetada y hasta una burla de parte de un país que gozaba de una democracia que en gran parte se la habían otorgado ellos con su lucha constante aún cuando todos estaban acallados. Así les pagaban, con una burla, con un socarrón insulto. La gente se comenzó a indignar. Las velas que habían encendido para honrar al curita poco a poco se convirtieron en fogatas. Lanzaban al fuego todo lo que estuviera a su alcance. Primero comenzaron con el mobiliario público. La gente no se veía. Era toda una furia enmarañada en sombras que se multiplicaban como las fogatas. Luego encendieron los árboles de un parque recién inaugurado por la alcaldesa.
Ya no era solo la bulla, ahora era el fuego. Alberto lo vio propagándose por toda la población y por un instante pensó que así sería el infierno. Le dijo a Carlos que estaba quedando la grande que tenía que ver. Ambos subieron al techo y contemplaron con orgullo el descalabro que habían generado. Sin embargo jamás pensaron que ese malestar de los pobladores se convertiría en una protesta improvisada por las calles de la comuna (y a esas horas de la noche), luego en una especie de revolución contra el orden impuesto (destruyeron todas las señaléticas y cualquier indicio de dirección), y finalmente en una revolución contra el sistema. Cuando se les acabaron las cosas que quemar continuaron con la iglesia. Sacaron el féretro del cura y quemaron la iglesia, luego la junta de vecinos y las canchas municipales. Luego se fueron contra la posta, las oficinas municipales y todo bien público. El fuego alcanzó varias casas y en algunas calles había incendios en ambos sentidos. La gente se precipitó a las grandes avenidas y todos pensaban erróneamente que era el otro quien le había quemado la casa, así que por un efecto exponencial toda la población estuvo en llamas en el lapso de una hora aproximadamente.
Carlos y Alberto se sentaron en el techo a contemplar su obra. Estaban orgullosos, felices y el efecto de la droga había comenzado a disiparse, pero igual estaban contentos. Oye, ¿y la cabra chica? Se escapó hueón es por tu culpa, nos va a sapear y van a venir a funarnos. No hueón, ¿quién le va a creer a una pendeja? ¿Quién le va a comprar que fuimos nosotros? Tenís razón. A estas alturas... (dijeron sobre el techo).
La niña corrió por las calles en llamas. Llegó a su casa que ardía como si la soplaran. Su padre que había estado ebrio todo el día, trataba de apagar el fuego con un cobertor de plumas artificiales. Déjame mierda que yo te apago fuego reculiao. "Papá", decía sin esperanza Lucita, "Papito, yo sé quién inició el fuego, decía pero sabía que su padre no la iba a escuchar. De pronto el cobertor se incendió y cubrió en llamas su cuerpo famélico y moreno. Por un par de instantes estuvo envuelto en llamas y Lucita gritó gritos sordos. Luego su padre se desplomó al suelo. No estaba más quemado que después de un viaje a la playa por el día, así que como pudo lo alejó del fuego, le lanzó un balde con agua y lo dejó ahí, porque estaba botado por curado, no por quemado ni por abatimiento. Lucita se fue en búsqueda de alguien que la escuchara, que le creyera lo que había visto. Ahora la población entera ardía. Parecía una película de bajo presupuesto, donde se ve fuegos pequeños por todas partes, pero nada se quema realmente y la gente parece estar actuando su dolor. Aunque en realidad a nadie importaba otra cosa que protestar por la injusticia, ¿cómo se les ocurre a estos cerdos capitalistas venir a quemar la población que siempre resistió justo cuando vamos a enterrar al curita del pueblo, aquel que defendió los derechos de los oprimidos, cómo? La furia se propago, nadie escuchó a Lucita. Ella sí se perdió entre las llamas, pues nadie la vio cuando la multitud cobró fuerzas y número, y salió de los márgenes de la población camino al centro para protestar. Eran cientos con palos y picotas, y ella era apenas una niña con una verdad que jamás cobró sentido. Enfilaron por la carretera concesionada hasta el palacio de gobierno. Las fuerzas policiales fueron advertidas de lo que sucedía, y aunque no sabían razones, fueron informados que podían tirar a matar si las cosas empeoraban.
Carlos y Alberto quedaron sembrados de dudas sobre el destino de Lucita, así que por si acaso huyeron despavoridos. Observaron a la multitud enardecida a los lejos y pensaron que iban tras ellos, así que con mayor fuerza escaparon. Se metieron por la cancha de fútbol de tierra donde dicen metió sus primeros goles el choro Barretas, que después jugó en Europa. Y allí pensaron:
- Nos van a matar Albert.
- No creo, la cabra chica no cachó cómo éramos.
- No quiero morir con dolor. Siempre he soñado esa hueá. Que me muero y me duele todo así como un gran chancho universal en el alma entera que se desplaza y sufro. Hueón no quiero sufrir.
- Corre mierda que son muchos los que nos persiguen.
- Mejor paremos esta hueá y matémonos nosotros mismos. Así no sufrimos.
-No hueón, si escapamos tenemos posibilidades de sobrevivir.
- Pero son muchos, mira cómo corren, y van con hachas en las manos.
- Matémosnos nosotros mismos, con una piedra, colgándonos de las vigas del arco, tirándonos de la pasarela a la carretera.
- Hay que vivir hueón para...
- ¿Para qué?
- No sé para mañana ir a comprar más pasta.
- No Carlos, es mucho, es mucha esta hueá, no puedo aguantarlo. Yo me quedó aquí.
¿Y para qué vamos a morir si nadie se va a acordar de nosotros? Si vamos a quedar en esta cancha de mierda como lo que somos. Yo no quiero que seamos como lo que somos. Párate mierda que hay que huir. Mira cómo arde la población allá atrás. Mira el centro que se ve por la carretera hacia adelante. Mira que allá podemos quedarnos a vivir un tiempo en la caleta del Mapocho.
Carlos comprendió que su amigo de juergas no iba a ponerse de pie. Vino a su mente la imagen del cura. Lo recordó una tarde cuando él tenía siete años y lo mandaron a comprar una caja de vino. El cura, que ya tenía parkinson y hablaba muy extraño (una mezcla de español afrancesado tiritado y gangoso), le dijo que hacía mal en comprar eso para sus padres, que se devolviera. Pero él sabía que si se devolvía con las manos vacías, recibiría mínimo un palo en la cabeza. Así que prosiguió. El cura lo agarró por la cintura y cambió su rumbo. Le inquirió ir para su casa. Allí llegaron donde estaba su madrastra que al verlo con las manos vacías estuvo a punto de propinarle una patada. Pero vio al Padre y se calmó. Él curita le explicó lo mal que hacía enviando a su hijo (le aclaró que no era su hijo) a comprar copete. La mujer entendió muy bien y durante varios meses dejo el alcohol y se dedicó al trabajo. Finalmente reincidió como lo hacía toda la gente llena de vicios cuando ya no hay más esperanza. Y ahora muerto el hombre bueno entregado a Dios, se iba a ir la esperanza para siempre, y más encima la población se parecía más que nunca al infierno.
Carlos tomó una inmensa piedra y la dejó caer sobre la cabeza de Alberto. Sonó como una nuez quebrándose, pero en alta fidelidad, como la realidad. Luego miró la carretera donde habían dejado de pasar los autos. Se subió a un arco y contempló la ciudad quieta. Miró hacia atrás y las llamas eran solo humaredas. "Ni matándome la hago de oro", pensó. "Mejor me devuelvo y asumo". De eso se trata todo, ¿cierto? Mejor devolverse y que la gente cobre venganza, que Carlos sea lapidado, que se reviente su cara, que se revienten sus ojos, que el apagón dure hasta que la mierda se endurezca y no eche más olor.