Carne de identidad (Cuentolargo en seis particiones)

31.01.2020

Uno

El día que comenzaron las protestas me habían despedido de la pega. Llevaba apenas tres años trabajando en los que siempre entregué lo mejor de mi esfuerzo. Sé que no es muy digno de orgullo haberme dedicado a hacer lo que hacía, (no voy a delatar mi ocupación anterior), pero es para lo único que alcanzaba mi curriculum, (cuya extensión me da vergüenza), es más fácil olvidar todo lo que me ha ocurrido, olvidar todo lo que he hecho, ya que antes de lo que voy a contarles, yo no era nadie, se los aseguro, nadie, con una historia pasada absurda, propia de novelas cliché que no tientan a nadie, de programas de televisión donde le buscan sentido al sinsentido, de música de supermercado, historia absurda que no vale la pena recordar.

Las protestas fueron insignificantes en un comienzo, como todas las protestas de una sociedad demasiado cómoda y complaciente. Una fogata esporádica de repente y varios detenidos con portadas en la prensa de enmascarados y sus caras de delincuentes rematados que asustaban a cualquiera, y uno que otro semáforo destruido que jamás dio orden, y que una vez muerto jamás tampoco provocó ni un miserable accidente. Así que yo de vuelta a mi refugio tras mi despido, no temí nada cuando dijeron que por todo el centro se estaban provocando desmanes, ¿qué más podría pasarme si ya me habían echado? Nada importaba.

Los lánguidos edificios eran apenas una sombra desgraciada en mi caminar hacia ninguna parte. El olor de las calles emanaba como alquitrán recalcitrante que se mezclaba con el de los neumáticos quemados y las lacrimógenas esparcidas a mansalva. No recomiendo a nadie haberse paseado una tarde como esa entremedio de la oligofrénica sociedad, pero es que para mí, reitero, esa jornada nada importaba.

De pronto, cuando a lo lejos se oían sirenas y una que otra detonación, en una esquina famosa por los nombres de las calles, pero que ahora no recuerdo, vi botada en el pavimento una billetera gorda de cuero café, muy parecida a la que yo alguna vez tuve en los tiempos en que aún creía que podían servir para almacenar dinero bien ganado por un trabajo bien realizado.

La billetera estaba completamente descontextualizada de la escena. Además, no había nadie alrededor a decenas de metros del lugar, por lo que supuse, que hace rato había sido extraviada, quizás en una huida de los piquetes de carabineros, quizás se le cayó a alguien desde una micro, quizás desde un auto. Varias teorías. Lo cierto es que nadie en esa escena podría haberla reclamado más que yo.

Una vez perdí mi billetera. Tenía mucho dinero, muchas tarjetas de crédito, mi identidad, algunas boletas, fotos, monedas, hasta símbolos religiosos a los que a veces confiaba mi suerte. Fue muy absurdo. Disfrutaba un helado en un banco de la plaza y se me acercó un niño a pedir monedas. Era mandado por sus padres a limosnear en vez de haber estado estudiando. El chico se quedó viendo el helado porque pedía con una frase hecha que ni él mismo procesó alguna vez. Me indignó la situación, así que extraje mi billetera y saqué un billete de los gruesos. Se lo di y le dije que se comprara el helado más grande que encontrara. Un brillo mágico iluminó su mirada y se fue. Fue lindo. Así que me paré y me dispuse a volver a mis labores. Miré el cielo y parecía estar más despejado que en la mañana. Debe haber sido como tres horas después cuando me di cuenta de que al sacar el billete había dejado la billetera en el asiento de madera. Y me había ido. No valía la pena volver. Ya todo estaba perdido. Pensé que quizás un buen samaritano podía rescatarla y traérmela. No importaba el dinero. Ya lo daba por perdido, pero todo lo demás era valioso. Nunca volvió a mí. Quise creer que el niño la descubrió y le sacó provecho. Volví días más tarde al mismo banco de plaza, sin helado, sin dinero y sin identidades, y el pequeño volvió a acercarse esperando tal vez que le diese otro gran billete. No tengo y su rostro volvió a ser como era. Él no la había encontrado.

Dada esa experiencia, lo mejor sería devolverla intacta a su dueño. No por una cuestión moral, ni de valores y todo ese discurso de ser bueno. No. Solo para que el distraído dueño de ese cuero café no dudase sobre su identidad nunca más. La tomé del suelo. Aún se podía sentir algo del calor corporal de quien la extravió. La guardé en mi bolsillo trasero y me propuse salir de ahí, dado que en cualquier momento podía desencadenarse algún enfrentamiento con los manifestantes.

Me escabullí por las calles ahora con un propósito. Ajeno, pero al menos le daba sentido a mis pasos. Cuando ya no me ardían los ojos y el alquitrán fue menos espeso. Cuando el murmullo de la calma antes del descalabro fue menos evidente y comenzó a correr una brisa otoñal esperanzadora, me senté en una plaza. No sé si era la misma donde perdí la mía, porque por aquí son todas iguales. El asiento no era de madera al menos, pero pudieron cambiarlo. Miren que con todo esto de las reformas, cambian todo sin avisarle a nadie. Me senté sobre el metal frío y abrí la billetera. Grande fue mi sorpresa al ver que contenía más o menos los mismos elementos que la mía. No gran cantidad de dinero, pero aun así era considerable. Documentos. Tarjetas. No quise ver más porque ya me estaba dando hambre y frío y debía volver, porque cuando se hace tarde ya no se puede volver, y yo necesito hacerlo cada noche.

Dos

Me despertaron los balazos y luego los quejidos de un hombre que más tarde tuvo un ataque al corazón. Lo primero que hice fue revisar la billetera. Se llamaba Juan Ruiz y al parecer tenía una buena vida. Salía alegre en las fotos y por la cantidad de tarjetas, podía inferirse que el sistema le entregaba plena confianza a su capacidad para endeudarse.

Volví a la calle donde lo encontré. Era en efecto una bocacalle. Supuse que él habría venido arrancando con la manifestación y de pronto vio al piquete que estaba escondido en la transversal. Para que se ubiquen hablo de una calle aledaña a la Alameda. "Debe extrañar sus cosas", pensé, así que lo primero que hice fue ir a la biblioteca para conectarme a la web y publicar que yo tenía sus documentos.

Me fui por la Alameda y todavía podían verse los vestigios de las manifestaciones. Ese aroma a guerra reciente me recordaba mis años de manifestante, las veces que arranqué de la policía y los miles de insultos que proferí contra el poder. Daba gusto enfrentarse para defender los derechos. Ahora no, ya ni saben por qué protestan, o mejor dicho, protestan por tanto que ya ni saben cuáles son los verdaderos problemas. Llegué a la biblioteca y estaba vacía. Ese sí que era un verdadero problema. Saludé a la señora tras el mostrador que ya me conocía. Me miró un poco desilusionada, ya que yo tampoco venía a pedir un libro, quise decirle que más tarde volvería por uno, que no se desalentase ante la gente que no leía, que pronto iban a salir buenos escritores porque en la sociedad estaba quedando la mansa cagada y eso, por cierto, traía buenos escritores, que tal vez yo publicaría lo mío, pero no le dije nada, simplemente me arrimé a la computadora gratuita y accedí a más de veinte redes sociales donde publiqué lo que había encontrado. Esperé unos minutos a ver si tenía respuesta, pero ya el hambre acechaba rumorosa mi estómago y debía proveerme de algo para comer si quería enfrentar el día con algo de entusiasmo.

Volví a la Alameda y como estaba cerca de la Estación Central decidí ir a desayunar a una picada donde vendían los huevos revueltos más sabrosos de la historia.

Mientras introducía el pan amasado en ese reverbero de proteínas rebosadas en aceite vi que los dueños de la picada cerraban las cortinas tempestuosamente y dejaban a los comensales encerrados entre medio de los vapores vidriosos que emergían de todas las cocinas. Uno de los garzones dijo que afuera estaba quedando la grande, que nuevamente los estudiantes se habían tomado las calles. Y que había visto a dos carabineros disparando a mansalva hacia la multitud. Que si no cerraban, el olor a lacrimógena iba a contaminar el pan, y que otras veces varios encapuchados se habían metido al local y habían saqueado lo que encontraban. "Esta mala la cosa", pensé. Terminé mis huevos (que era para lo único que me alcanzaba) y me dejaron salir por una puertita lateral.

Volví a la biblioteca, pero estaba cerrada. Me costó mucho llegar, porque estaban todas las calles cortadas y mojadas por el agua que lanzaban para dispersar las manifestaciones. La señora del mostrador debe haberme visto, porque de pronto la puerta se abrió con el sonido de un timbre. Abrí, entré y cerré la puerta de cristal. La saludé y ella me respondió con un movimiento de cabeza. Le indiqué que iba a los computadores. Entre a todas y cada una de las redes sociales donde publiqué que tenía los documentos de Juan Ruiz. Debo decir que me ilusioné al comienzo. Tenía varias respuestas y mensajes privados. Pero a la vez, pensé que al menos la mayoría eran falsos, pues no puede haber tantos Juan Ruiz que hayan extraviado su identidad. Tenía cara de buena gente este hombre, de simpático, una persona con quien sería bueno tener una grata conversación. Reproduzco a continuación algunos de los mensajes que me llegaron:

"Ola soy yo, lo perdí aller, gracias, comúnicate a mi WS"

"Creo que son de mi hermano. Yo soy Pablo Ruiz y él me dijo que el domingo los había perdido."

"Confía en nuestra AFP..."

"Viaja a cualquier parte del mundo con..."

Por lo visto, entre el "spam" y la mentira, no había nada en qué confiar. Ningún dato certero. Decidí de todas maneras corroborarlo y a todos les envié un mensaje para que me dijeran el RUT o algún dato que los confirmara.

Luego, revisé algunas ofertas de trabajo, envié algunos curriculums y publiqué en Twitter un par de pensamientos sobre las protestas. Eran tantos con ese HT que nadie me retuiteó.

Salí de la biblioteca. Me despedí de la señora con una sonrisa, y ella también. Me dediqué el resto del día a caminar por la ciudad. Esta ciudad es muy fea, pero si sabes trazar un buen recorrido, puedes descubrir más de una sorpresa en ella, sobre todo, si tienes todo el tiempo del mundo a tu disposición.

Tres

Me despertaron los gritos de una mujer. Había estado soñando con flores y con ratas. Yo iba por un campo florido y olía con una soberana felicidad todas las flores del mundo. Ese aroma que brotaba me daba ímpetu para avanzar hasta el final del campo, que estaba lleno de ratas. Y cuando yo intentaba devolverme, las ratas se metían en mi ropa, me rozaban el cuerpo, me mordían tiernamente con sus dientecillos afilados. Las ratas me estaban acariciando.

Los gritos eran de una mujer que había descubierto el cuerpo de un hombre que se había colgado en el baño.

Me desperecé con rapidez y como no pude pasar al baño, salí sin más nuevamente a perderme en la ciudad. Ya casi no tenía dinero, así que para desayunar apliqué solo un par de sopaipillas en el carrito de la esquina. Con una en el bolsillo para más rato, me fui a la biblioteca a saber de mis avances en la investigación y en las posibles respuestas a mis postulaciones laborales.

Al entrar me llamó la atención que no estaba la señora. En su lugar había una mujer bastante gruesa, que me vio con una mirada inquisitiva. Le hice el gesto de que iba a los computadores, pero no dejó de verme. Me instalé y abrí correo, redes, y hasta un juego porque las ratas me habían dejado muy inquieto. En las redes sociales nadie contestó. Observé las veces que fue visto el mensaje en Twitter: 200.000. Muchísimo, y en Facebook no se puede, pero por la cantidad de comentarios calculé que un cuarto de eso. En Instagram había muchísimos comentarios también y en otras varias veces visto, por lo que pensé que la imagen de la billetera y la pequeña leyenda que agregué, había sido visualizada por lo menos un millón de veces. Y nadie era Juan Ruiz. Pensé que tal vez pudo perder su billetera a propósito, pero eso me pareció absurdo. Saqué la sopaipilla y comencé a degustarla. De inmediato se apercibió la encargada y me recriminó que no se podía comer aquí adentro. Le dije que bueno y la guardé. Aproveché de preguntarle por la señora de las sonrisas y me dijo que había tenido un ataque. No dijo de qué, ni cómo, ni cuál era su estado ahora, porque así como vino, así se fue, imperceptible, a pesar de lo voluminosa que era. Quizás supuso que yo era de los que conocía a la señora, por lo tanto, era de confianza, o tal vez quiso hacer amistad conmigo y yo la espanté. Tenía unos hermosos ojos. No debería esconderlos en su timidez y en su abuso de autoridad. Bueno, saqué el restito de la sopaipa que quedaba y lo metí a mi boca fugazmente. Luego revisé el correo y nada, solo rechazos. Limpié las migajas amarillas del mesón.

Salí de la biblioteca. Observé antes de salir la grandiosa mampara y esos murales colosales de artistas que ya no recuerdo, pero pucha que eran lindos. La mujer ni me vio, o eso creo.

Ya estaba el día casi completo y yo sin nada qué hacer, así que se me ocurrió una de esas ideas que son únicas. Saqué la billetera y revisé todos los documentos. Alguno debería tener una dirección o algo. Conté la plata cuidadosamente. Era más de lo que yo suponía. Había billetes de 20 escondidos que yo creí que eran de 1000. Esto era una pequeña fortuna. Y hasta que descubrí que en la licencia de conducir aparecía una dirección. Y como yo no tenía nada más que hacer en el día, aparte de morirme de hambre y pensar en la inmortalidad de los crustáceos, decidí ir caminando hacia esa dirección que quedaba bastante lejos, pero que bueno, no podía completar de mejor forma mi insensatez, ni menos mi ya insondable obsesión por devolver la identidad a alguien que la había perdido.

Salí del centro, me fui metiendo sigilosamente en las calles hacia el norte que me indicaban cómo abandonar el radio habitual, ya me sentí mal cuando sobrepasé la panamericana, como si estuviera en terrenos ajenos, seguí hacia el norte, ya no era Estación Central, era otra comuna, y de las calles ni me acuerdo, solo sé que en esa dirección debo ir, sin GPS, solo por instinto, le pregunté a un par de personas y todos coincidieron que mi camino era el correcto. Llegué a la gran avenida que me llevaría hasta la calle que rezaba la licencia, avancé con seguridad hasta que pisé la caca de un perro que despistado dejó su excremento en plena vereda para que yo lo implantara en mi zapato. Traté de limpiarme, pero el solo pensar que eso era un obstáculo para llegar a mi destino, me llenó de incertidumbre. ¿Acaso era una señal de algo?

Las paredes de las casas se fueron oscureciendo. Había más polvo en las calles y más bolsas de basura sin retirar, más perros que las habían abiertos hambreados. Ya estaban todos los cables sobre las cabezas de todos, sobre y entremedio de las copas de los árboles, que deseosos de algún riego, osaban seguir en pie a pesar de lo grises que estaban. Las veredas no habían sido barridas y había que observarlas ávidamente, pues el menor descuido podía llevarte a tropezar y perder cualquier decoro que uno pudiera tener.

Definitivamente, este Juan Ruiz no vivía en un barrio acomodado. Pero tenía licencia de conducir, quizás un automóvil. Tenía muchas tarjetas de crédito de casi todas las casas comerciales famosas que siempre se promocionaban alegres en TV. Tenía tarjetas bancarias. Su RUT era de un hombre joven, lo que implicaba que el dinero o la posición económica la había heredado o había estudiado una carrera muy rentable. ¿Qué hacía yo buscando en un barrio tan precario a un hombre que portaba varios miles en su billetera cuando la perdió? Tal vez le daba lo mismo. Tal vez era un narcotraficante. Tal vez se ganó el loto. Tal vez tenía una microempresa exitosa. Lo cierto es que no tenía identidad. Yo se la tenía. Y como yo sé qué es eso, debo entregársela para que me diga "gracias", y yo sienta que mi honestidad salva mi día.

Pasé por varios liceos y colegios tomados. Al parecer toda la educación pública estaba movilizada. Desde afuera se podía ver a los chiquillos jugando a la pelota, haciendo malabares, pintando los patios con tiza. No vi a nadie con un libro en las manos.

Ya era mucho más tarde que la hora de almuerzo. Ya las tripas me crujían. No importaba, el hambre es psicológica. Y tenía bastante ocupación con encontrar la bendita dirección. Fui dando tumbos hasta que di con la casa. Ciertamente, la fachada no era nada pomposa. Dentro podría haber emergido cualquier persona y yo habría distado mucho de sorprenderme. Golpeé porque no había timbre. Varios perros ladraron.

Cuatro

Soñé que estaba en otro país y no entendía nada de lo que la gente me decía. Luego me daba cuenta de que no era otro país. Era el mío, pero estaba en el barrio alto. Deberían todos entenderme, pero nadie lo hacía, ni yo a ellos. Rápidamente, como sucede todo en los sueños, me transportaba a mis terruños, pero tampoco entendía. La gente hablaba, pero no es que yo no pudiera decodificar, pues eso uno lo hace de todas maneras, ya que lo no verbal te permite al menos saber ciertos universales del lenguaje, era que había una especie de barrera que me impedía entender todo lo que fuese comunicación hacia mí. No obstante, entendía la naturaleza, entendía lo que otros hablaban entre sí, pero aquello que me decían, era imposible para mí siquiera adivinar una intención. Como todos mis sueños, este también terminó con una fatalidad de la vida real. Fue el sonido de la sirena de una ambulancia el que me despertó como a las seis, porque un par de colegas que se habían quedado fuera quisieron entrar por una ventana, pues el frío arreciaba en la noche, y se dieron cuenta de que se les había acabado el vino y podían morir congelados. Así que partieron el vidrio de la ventana y trataron de entrar con la mala suerte que la otra mitad cayó en la pierna de uno y en la brazo de otro, cercenándoselos de forma muy limpia. De hecho, casi no había sangre. Los gritos de horror alarmaron a los voluntarios cuando vieron en la penumbra caminando al par de colegas, que buscaban una cama y se veían como dos siluetas monstruosas casi espectrales. La sirena sonó dos horas después y se los llevaron al hospital.

Hoy me puso contento que había desayuno. Hace tanto que no porque la gente no dona a las causas sociales. Era una marraqueta esplendorosa con una cecina asesina casi plástica, pero no me importó porque estaba crujiente y mágica.

Ayer, todavía pendiente con lo de ayer. Luego de golpear apareció una señora muy simpática. Venía llena de aceites y olores de cocina. Me abrió la puerta con una sonrisa.

- Buenas tardes, disculpe que la moleste, pero quería hacerle una pregunta.

- Buenas, dígame nomás.

- ¿Vive aquí don Juan Ruiz?

- No.

- ¿En serio?

- No, vivo yo aquí con mis tres hijas y mi mamá, mi abuela y mi bisabuela. Estamos cocinando empanadas, ¿quiere una? Mire que lo veo tan flaquito. ¿Se sirve un par?

- No, vine a esta dirección porque quería encontrar a don Juan Ruiz. He encontrado sus documentos. Sus tarjetas. Su cédula. Su licencia de conducir, hasta gran cantidad de dinero y solo es mi intención devolverle todo, porque usted sabe que la gente está tan mala que podría hacer con esto cualquier estafa, cualquier...

- ¿No quiere pasar a tomar algo? Tengo un vinito que me trajeron de la séptima región.

- No, yo solo venía a entregar estos documentos. ¿Está segura de que aquí no vive Juan Ruiz?

- Segurísima. Nosotras vivimos aquí desde siempre. Siempre hemos estado aquí.

- No puede ser.

- Tal vez se equivocaron de comuna.

- No lo creo.

- Fíjese que la gente suele equivocarse en todo y después le echan la culpa al destino. Le apuesto que un empleado público desganado escribió mal esos datos.

- No, ya busqué en Internet (eso era mentira) y solo existe esta calle en esta comuna.

- Tal vez es otro número, ¿no quiere pasar a beber algo? Parece que ha caminado bastante.

- No, no quiero molestar.

- No sería molestia, pase con confianza.

- No, debo irme.

- No se vaya, mire que es poca la gente que golpea esta puerta. Pase, beba lo que quiera. Así me hace compañía, nos hace compañía.

- Debo irme, debo encontrar a Juan Ruiz. No sabe lo importante que es eso para mí. (Fíjese que esto ha motivado este cuento.)

- Si no quiere pasar entonces, le digo que si vive aquí ese tal Juan. Pase que lo único que quiero es tener nuevamente un hombre en la casa. Pase y le doy toda la comida que quiera. Pase y lo siento en mi mesa con el mejor par de empanadas jugosas que haya probado. Pase y le digo que estoy sola como me ve, sola con mis hijas y todas las mujeres que aquí hemos quedado...

Aquí fue cuando me quedé impávido y esperando que alguien dijese: "Esto es un truco de la ficción"; "Aquí es donde comienza lo que debes contar"; "Apaguen las luces"; "Deja de escribir que voy a vivir".

- Señora, solo busco a este hombre...

- Lo entiendo, pero entiéndame usted a mí. Llevo años trabajando incesantemente, todos los días alucino con que alguien golpee esa puerta y me busque a mí. Ahora usted llega y me dice que busca a un hombre que no tengo puta idea quién es. Lo veo flaco a usted, lo veo desvalido, lo quiero ayudar y que a la vez usted me ayude a mí. Lo invito a pasar. Puede comer lo que quiera, puede tomar lo quiera, puede quedarse el tiempo que quiera, quédese, por favor. Entiéndame usted a mí. Pase, agárreme las pechugas si quiere, póngame contra esa mesa y bájeme los calzones para acariciarme la raja. Lléveme hasta la cama que está al fondo en la última de las piezas. Sáqueme la ropa. Béseme entera que soy suya aunque no lo conozca ni en pintura. Espárzase sobre mi cuerpo. Béseme en todas las zonas. Métamelo todo. Baile sobre mi cuerpo ardiente. Luego que vengan mis hijas, y ellas son bellas como yo no soy y que lo licúen a usted entero, que lo besen y babeen, que sea todo un ritual.

Aquí fue cuando retrocedí más de dos pasos. No puede ser que la realidad sea tan realidad.

- Quédese - me dijo entre sollozos.

Algo debe estar mal en el orden que se están dando las cosas. No recuerdo el momento exacto en que me fui, pero avancé con pasos firmes. Debo reconocer que después del impacto inicial me arrepentí de no haberme quedado. Uno siempre lo piensa después. Si no hubiese sido por las sopaipillas de la mañana, lo más probable es que me hubiese quedado, porque aparte del olor a hembra evidente, había un buqué de almuerzo casero irresistible.

El desayuno me hizo bien. Me dio ánimos para todo. Pero todo se desvanecía cuando metía la mano al bolsillo (y aparte de no encontrar nada, solo migas) hallaba la billetera intacta. ¿Quién diablos eres, Juan Ruiz?

Está bien. Me decidí hacer lo que debí haber hecho desde el principio. Sé que me gusta todo resolverlo por mí mismo, pero ya basta porque esto de verdad se está saliendo de límites racionales. No puedo pensar todo el día en querer devolver la identidad a alguien que la ha perdido, y más encima constatar que no existe. Y luego llegar a su casa y que me salga lo que me salió, que me pase lo que me pasó. Que ahora viva arrepentido y hasta alucine con una cazuela.

De pequeño me enseñaron que si me encontraba algo había que devolverlo. Y si no estaba alguien a la vista para devolverlo, debía llevárselo a los carabineros.

Iba a entrar a la primera comisaría que se me cruzase. Iba tan decidido como si fuese a ser observado por todos los jueces del mundo. Quizás por instinto en mi caminar y por una buena combinación de calles, arribé a una pequeña comisaría de barrio. Subí el peldaño y pude percatarme de que estaba prácticamente vacía. Antes de mi turno había una mujer con traje de fiesta y el maquillaje corrido, una jovencita muy atractiva y un negro altísimo que miraba el infinito. Me ubiqué tras el negro y las dos mujeres me observaron queriendo adivinar cuál era mi problema.

El único carabinero que atendía estaba hablando por teléfono muy animadamente y al parecer les había dicho a todos que lo esperasen, porque nadie reclamaba. De pronto, la mujer del vestido de fiesta se me acercó y me preguntó:

- ¿Tienes un cigarrillo?

- No fumo - dije brevemente.

- Mal, esperar me pone nerviosa y el cigarrillo más nerviosa aún, pero prefiero el nervio del cigarrillo porque ese lo puedo controlar.

- Yo le doy un cigarrillo mi señora- dijo el negro y sacó un gran cigarrillo. Lo depositó en los labios de ella y de inmediato se lo encendió.

Yo observé el gran letrero de no fumar y al carabinero que no hacía nada, nada más que hablar y hablar por su teléfono.

La mujer en vestido de fiesta comenzó a hablar con el negro. La jovencita se interesó en la conversación de ambos y pidió al negro un cigarrillo también. Se veían muy animados y hasta un par de carcajadas soltaron. La jovencita extrajo de quién sabe dónde una botella de pisco y la bebieron así sin nada directamente desde la botella.

Para mí era una imagen completamente extraña hasta que la mujer en vestido de fiesta nuevamente me habló y se convirtió todo en una escena surrealista.

- ¿Quieres venir con nosotros?

- ¿A dónde?

- Vamos a ir a tomar unos tragos, a conversar de la vida, a tratar de resolver los problemas que nos trajeron aquí y luego...

Interrumpió el negro con la cara llena de risa.

- Y luego vamos a ir a mi departamento. Somos dos y dos. Tú puedes elegir o ellas elegirte a ti. La joven o la madura. Nos vamos a sacar la ropa con violencia, y vamos a tener sexo desenfrenado.

- Pero con protección - prorrumpió la jovencita.

- Son las 10 de la mañana. A esta hora no hay lugar donde se pueda beber un trago - dije como un soberano estúpido.

- Y eso, ¿a quién importa? - señaló nuevamente la joven y abrazó al negro apenas rodeándolo con sus brazos.

- ¿Vamos? - invitó la mujer de vestidos de fiestas y pude ver lo rojos de sus labios y me llegó además su aroma que la delataba completamente en sus intenciones.

- No puedo, debo entregar esto - y mostré la billetera y se podían ver los billetes porque no era una billetera demasiado amplia.

- ¿Y de quién es eso? - preguntó el negro.

- Me la encontré botada en la calle después de una protesta, debo entregarla porque alguien ha perdido su identidad.

- Vamos al departamento de...

- Marcel - completó el negro.

- Vamos al departamento de Marcel y nos olvidamos de todos nuestros problemas de mierda- dijo la joven, que cada vez que la miraba parecía encenderse de un fuego azul o algo así.

- No, es que...

- Como decía mi abuela: "Por comida o sexo no se le ruega a nadie"- dijo el negro.

- Es: "Por comida o techo" - aclaró la mujer en traje de fiestas que se veía cada vez más hermosa porque ahora sonreía cada vez que hablaba, como si un espíritu de celebración la hubiese poseído.

- Da lo mismo, yo alcanzó para las dos - dijo Marcel, las apretó con sus enormes brazos y salieron de la comisaría. - Por si te arrepientes, vamos a estar en ese edificio frente al restorán de pizzas en la alameda, departamento 33. Yo creo que vamos a estar todo el día, ¿o se cansan fácilmente ustedes?

- Todo el día, probablemente toda la noche.

- Y si nos gusta quizás nos quedemos para siempre - dijo la jovencita y se aferró al negro.

- ¿Vamos? - preguntó mirándome a los ojos por última vez. Yo bajé la mirada y el carabinero gritó:

- ¡Próximo!

Caminé hacia él y le expliqué mi situación. Ellos ya se habían ido. Irían de seguro caminando abrazados.

- ¿Dónde se los encontró?

- Aquí cerca después de la protesta...

- ¿Y quiere que nosotros busquemos al dueño? ¿Usted cree que no tenemos nada que hacer? Recién me vio hablando por teléfono, ¿usted cree que estaba hablando con mi novia? No, estaba solucionando el problema de mañana. ¿Sabe usted que mañana se viene una protesta de proporciones? Mañana van a salir todos los escolares a marchar por eso que piden de la educación pública, de calidad y sin lucro para todos. Y usted me viene con un problema más. Lo siento, somos carabineros, no superhéroes. Somos humanos, no dioses. Váyase con sus problemas a otra parte, porque nosotros tenemos bastantes. Debemos organizar todo el operativo de mañana. Mañana, mañana ¡Mañana!

Salí desesperanzado de la comisaría. Caminé hacia el norte porque sentí todavía en el ambiente el aroma de la mujer vestida de fiestas. Pero al llegar a la esquina pude darme cuenta de que no los encontraría jamás. Tal vez habían sido una ilusión. Y la señora de la cazuela, una ilusión. Hasta estos documentos malditos en mis manos han de ser para bien, una ilusión.

Cinco

Al día siguiente volví a la biblioteca. Me costó llegar porque efectivamente se había suscitado la protesta más grande de los últimos tiempos. Cientos de miles de personas se habían precipitado a las calles con toda su furia por el sistema injusto. Ya no reclamaban solo por el pésimo estado de la educación, peleaban por los altos impuestos, por el sistema de pensiones, por la precaria atención en los centros de salud, por el alza de los indicadores económicos para pagar deudas, por el aumento en los niveles de contaminación ambiental, por el abandono de los ancianos, por el maltrato a los animales, por el abuso laboral, por la corrupción política, por el reparto desigual de las utilidades, por la tala indiscriminada de bosques, por la homofobia, por la injusticia social, por la discriminación a los pueblos originarios, por la contaminación del agua, por el centralismo, por el abuso a los inmigrantes, por eso y por todo lo que me dolía tan fuerte como el hambre que yo sentía, yo también habría peleado, pero debía proveerme de alguna esperanza para tener qué comer el resto de día, ya que por el alboroto no habían dado desayuno.

Las fuerzas policiales no dieron abasto y como fueron sobrepasados, la autoridad dio la orden de tirar a matar a todos los manifestantes. Ya hemos sufrido episodios sangrientos en nuestra historia, y recuperarse cuesta muchos años, pero según quienes mandan, era la única solución para calmar el clamor social y volver un poco a la falsa normalidad. Esa mañana morirían 1033 personas en todo el país y otros miles quedaron heridos. 200 carabineros también murieron en los enfrentamientos. Quemaron por completo muchos edificios en el centro, pero por suerte la biblioteca estaba intacta. Y para mayor suerte mía, la señora había vuelto y me abrió la mampara solo a mí porque me conocía.

Al entrar a la web pude apreciar desde las redes sociales en el infierno que se había convertido el país. Lloré en silencio durante un instante, ahí, solo en la sala de informática. Antes de revisar el correo introduje parsimoniosamente el número de RUT de Juan Ruiz en el Servicio de registro civil. Definitivamente, no existía. Luego revisé mi correo y tenía tres ofertas de trabajo. En meses no había tenido ni una, y hoy, justamente hoy, tenía tres.

Comencé a trabajar al otro día en medio de un país en llamas. Me arrendé una pieza, me pude proveer de dos comidas diarias. Luego me compré una radio, más tarde me compré un teléfono celular. A los seis meses pude arrendarme un pequeño departamento. Trabajaba de nueve a nueve y en mi día libre me encerraba en la biblioteca. Comencé a ahorrar, abrí una libreta para la vivienda. Me compré más ropa y me dediqué a escribir en diversos blogs de este y de otros países. Escribía sobre lo que había sucedido que en todas partes llamaban guerra civil. Escribía de todo, pero después me centré en escribir sobre mis autores favoritos y mis películas de culto. Iba más al cine, compraba libros, comparaba discos, ese día libre a veces lo dedicaba entero a recorrer el Bio Bio comprando pequeñas cosas inútiles que a mí me causaban gran regocijo como una pipa del siglo XIX, un ferrocarril con sus líneas férreas y varios vagones para armar y con la posibilidad de ampliarlo, una colección de revistas de Conan, el bárbaro. Empecé a fumar, luego también a beber moderadamente cerveza y vodka. También compraba un poco de marihuana a veces. Iba a conciertos y en el trabajo me ascendieron, gané más dinero. Decían que yo era un buen trabajador porque no protestaba como todos. Yo no protestaba porque ya no tenía hambre. Estaba pensado en qué hacer con mi vida más adelante, ya que se veía todo muy promisorio y el jefe dijo que yo podía llegar a ser jefe algún día. Un día le llevé un ramo de flores a la señora de la biblioteca, pero ya no estaba. Lo dejé encargado con la otra, que pensó que era para ella y me miró con nostalgia:

- ¿Por qué ya no viene tan seguido por acá?

- Es que ahora tengo dinero.

Seis

Pasó exactamente un año desde que encontré los documentos y la noche antes de que se cumpliera semejante acontecimiento, me bajó una angustia demencial. ¿Por qué no existes Juan Ruiz? Tenía que trabajar al otro día, pero no podía dormir. Me levanté y los revisé nuevamente. Un año atrás yo me moría de hambre. Un año atrás este país estaba en un caos tremendo. Un año atrás estaba la mujer y sus hijas y la abuela, el negro y ese par de bellezas. Un año atrás. No pude dormir. No fui a trabajar. Encendí la radio y avisaron que ese día se iban a reactivar las protestas porque nada se había conseguido después de un año de negociaciones. Decían que esta protesta iba a ser peor que todas las anteriores, que uno no saliera de la casa, que se apercibiera de todo lo necesario para pasar un par de días, porque se iba a cortar la luz, el agua, y hasta los transportes.

Pero esa identidad perdida me atormentaba. Siempre me atormentó, solo que traté de disfrazarlo porque ya no tenía hambre.

Partí a devolver definitivamente ese manojo de plásticos al lugar donde los encontré. Decidí dejarlos ahí mismo, exactamente un año después de haberlos hallado. Ahora yo era un hombre diferente. El aroma en las calles resultaba insoportable. Humo, bombas lacrimógenas, olor a desolación. Llegué más o menos a la misma hora de la mañana a esa bocacalle. Las calles estaban sucias y mojadas, pero eso no me impidió dejar la billetera ahí mismo y librarme de ese peso casi sin culpa. Alguien más la encontraría y ya no me importaba ese destino. Me alejé conforme, como si hubiese botado un papel arrugado del bolsillo en cualquier basurero. Y solo osé mirar una vez hacia atrás, quizás para percatarme de que había obrado bien. Estaba ahí todavía. Mis pasos ya eran más de cien y todavía estaba ahí. La observé y recordé los delirios que me provocó. No por hallarlo, sino que solo saber que no existía.

Hubo una especie de escaramuza porque hasta balazos se escucharon. Y entre los diversos humos que decoraban la escena, apareció una mujer que venía caminando firme, casi trotando. De seguro huía de las bombas y los balazos. Sí, balazos, porque esta jornada sería mucho más sangrienta que la de casi un años atrás. Ella tenía los cabellos largos y oscuros, la piel muy clara, vestía una especie de capucha y unos jeans negros largos. Iba con tacones, porque repicaban al caminar, y a esos cien pasos, hasta pude suponer que olía a vainilla y zanahoria.

Recogió ella la billetera, ni siquiera la observó, fue en una especie de posta y siguió su repicar, su caminar acompasado como si estuviera bailando alguna danza universal. Se acercó cincuenta pasos. Yo estaba paralizado, quería verle la cara, luego treinta y hasta ahí se sintió un bombazo. La miré y al parecer había guardado la billetera. Pasó frente a mí y exclamó con la voz más dulce que alguna vez pude imaginar:

- ¡Arranca que vienen y te van a matar! ¡Están disparando a matar!

Yo corrí tratando de que no se notara que iba junto a ella. La seguí por gruesas cuadras. Se escuchaban balazos y gritos. No eran gritos de protesta. Eran gritos de dolor.

Cuando ya no pude seguirle el paso decidí que obrase la casualidad. Iba a dejar que se fuera ella con los documentos y que ojalá se perdiera. Y fue entonces, cuando el aire estaba completamente irrespirable, y los enormes y vetustos edificios nos miraban con reprensión, ahí que me di cuenta por fin de lo infame de mi acto. Iba a dejarle a ella la insondable tarea que yo no pude asumir, iba a darle esa responsabilidad perversa de encontrar a quien no existe. No, así que me propuse decirle toda la verdad y la seguí por las intrincadas calles. Ella efectivamente huía de la protesta. Pero la protesta estaba en todas partes. A cada calle que arribábamos, encontrábamos a más gente indignada. Y con más furia. Suponía que llevaba la billetera en su pequeño bolso aún, y la vi huir como si fuera una película, una buena película. Ella con su cabello al viento contaminado, y percibí otra vez su olor. Me imaginé persiguiéndola por siempre, me imaginé alcanzándola, en el clímax de la película, ¿acaso no era una señal universal que ella encontrase la identidad que yo no había podido descubrir? ¿Acaso no era una especie de oráculo, el haberla hallado ahí esa mañana para que ella quizás sí hallase el sentido al sinsentido que yo no pide descubrir? ¿Qué tal si la detenía con fiereza y le decía que el destino es quien nos ha juntado? ¿Qué pasaría si la tomara de las manos y la obligase a confesar por qué la recogió? Yo con ella podría tal vez concretar mi presente y trazar el futuro. Tenía una espalda contorneada y unas caderas prominentes, pude presentir tras la capucha unos pechos desbordantes. ¿Era ella acaso, mi mujer esperada desde siempre? Podríamos conversar. Ir a beber un café, ir a conversar de la vida. De la vida, solo de cosas sin importancia. Podríamos, ¿o no? Beber el café, filtrear, ir después a hacer el amor en serio, recostarnos el uno sobre el otro y con ternura presionarnos con salvajes embates cósmicos. Podríamos tener hijos y ser y parecer y ser y parecer, y para que vivan en esta ciudad de mierda, y para que los obliguemos a vivir y que nosotros vivamos. Para eso.

De repente, apareció un piquete de carabineros de la nada. Arremetió contra un grupo de obreros con banderas y mató a varios con suculentas estocadas. Parece que se les habían acabado las municiones. Ella se devolvió horrorizada y se cruzó conmigo. Jamás supuso que yo venía siguiéndola, así que ni siquiera me miró, pero cuando vio tras de mí, que se aproximaba otro piquete de carabineros mucho más furioso, se quedó a mi lado, y ante los gritos de las personas que huían de los de verde ella atinó solo a abrazarme.

- ¡Que se detengan, por favor, que se detengan!

Yo la tomé cruzando mis brazos por su espalda que estaba muy tensa y su piel muy sudada y temblaba como tiemblan las cuerdas al tañérselas con rabia. Su cabello era terso y sus labios gruesos como guindas. La habría sostenido para siempre, pero el soltarnos iba a significar que quizás nos mataran. Y tal vez eso nos merecíamos, pero no así, no en este momento, no todavía.

Sonaron en los adoquines las botas, los látigos y las espuelas. A lo lejos los estruendos eran cada vez más numerosos y algunos edificios habían comenzado a incendiarse. Era definitivamente el colapso de nuestro país. Fue no ´más de diez segundos los que estuvimos abrazados, pero me parecieron una magnífica eternidad. Ella me soltó, no dijo nada. Temblaba aún. Y siguió su camino. Habríamos sido una gran pareja. Podríamos haber viajado. Quizás una casa alejada de esta ciudad maldita sobre un cerro y que nevara en invierno. Irnos al sur, bien al sur, donde todavía hay hielos milenarios y vírgenes. Comencé a seguirla desde más lejos aún. Volvió sobre la alameda y la cruzó. Justo en medio de ella, dejó caer la billetera. ¡La había devuelto! ¡No podía cargar con eso en su consciencia! Era perfecta. La conjunción de todo en un mismo instante infinito. Ella había existido desde siempre para mí, y yo la había descubierto justo cuando ella nacía y se hacía de verdad ante mis ojos. Me aproximé a la billetera, la tomé y al registrarla me pude percatar de que estaba todo intacto, solo faltaba el dinero.

Ella era una ladrona. No, lo que pudo ser un maravilloso descubrimiento cuántico, de pronto se convertía en un vil acto codicioso y simplón. Decidí seguirla para increparla. A los pocos metros la alcancé. A lo lejos todavía sirenas, balazos y gritos destemplados.

- ¿Por qué botaste esa billetera?

- ¿Qué billetera?

- Esta billetera.

- Yo no la boté, me estás confundiendo, ¡ah! Eres tú. Me protegiste de los pacos. Eres todo un caballero. Gracias, estaba muerta de susto. Pensé que nos iban a matar.

- Pero un pequeño acto de ternura nos salvó.

- Sí, gracias de nuevo, fuiste muy gentil.

- ¿Por qué la botaste?

- De verdad creo que me estás confundiendo, yo no he botado nada, solo huía como tú de esta locura. Está la cagada, de verdad la cagada: muertos, bombas, sangre, nunca en mi vida había presenciado tanta violencia en vivo y en directo, ¿tú crees que se viene la guerra civil? ¿Crees que nos vamos a ir todos a la misma mierda? Que todo el sistema colapsó, que la gente se hartó, y como todos los ciclos tiene que haber destrucción, para que haya renovación.

- Sí, tal vez eso debe pasar. Pero, ¿por qué mientes?

- Todos mienten, quizás por eso está la cagada.

- ¿Por qué querías solo el dinero?

- ¿Hay algo más que se deba querer en esta vida? ¿Acaso compras pan con besos? ¿Acaso te compras una casa con buenas intenciones?

- Tú no sabes por lo que he pasado gracias a esa billetera.

- ¿Y por qué no me cuentas?

Siete

Era su intención irnos juntos a un lugar más calmado a beber algo quizás, a conversar. Se notaba que era muy sociable, de esas personas que sacan muchas palabras y les otorgan los más luminosos significados. Me gustaba el tono de su voz y su hablar desenfadado, como que siempre las últimas palabras eran las más importantes, y el tono de su voz, carraspeado y grave, a pesar del timbre diáfano de mujer segura, hipnotizaba y daban ganas de que no hubiese silencio. Quisimos hallar un lugar tranquilo, pero nos fue imposible. Nos alejamos de lo álgido, de la masacre, a lo mejor para olvidarnos conscientemente de que estaba todo muriendo a nuestro alrededor. Debimos haber caminado más de diez cuadras, hasta que encontramos un sucucho abierto y nos metimos. El dueño nos advirtió que si la protesta llegaba hasta acá tendría que cerrar, y ella le dijo que solo queríamos un lugar para hablar y descansar antes de continuar con nuestra huida. El tipo debió pensar que éramos pareja, nos sirvió un par de cervezas y unas papas fritas. Tenía el televisor encendido. Las noticias señalaban que la hecatombe se vivía en todo el país, que había miles de muertos, que se había decretado estado de excepción y que a partir de las 10 iba a ser toque de queda.

- ¿Tienes dinero con qué pagar esto? - me inquirió ella.

- Claro, piensas que soy un cesante.

- Sí, tienes esa mirada.

- Hace casi exactamente un año que no lo soy. En parte lo debo a esa billetera.

- ¿Crees que yo tomé el dinero?

- No lo creo, estoy seguro.

- Era bastante dinero. Si no es tuyo entonces, ¿por qué cuando estabas cesante no te quedaste con él?

- Lo tomaste.

- Sí, es solo dinero. Sirve para comprar cosas, no para determinar el destino de mi vida, ¿por qué no lo usaste tú? Se nota que no tienes una buena situación económica.

- No es la mejor, pero me voy a comprar una casa. ¿Por qué dices eso?

- Tus zapatos. Están gastadísimos. Mucho dice sobre una persona cómo mantiene sus zapatos. Yo siempre me fijo en eso y en las manos.

- Yo me fijo en otras cosas.

- Así veo - e hizo un ademán demasiado consciente para tapar el generoso escote que se le había formado al relajarse en la conversación, - Está bien, lo confieso, yo me quedé con el dinero.

- Con esa acción, destruiste lo último de esperanza que me quedaba en la vida.

- ¡Qué melodramático eres! La gente que está afuera muriendo, ellos ya no tienen esperanza. La sociedad de porquería en la que estamos, ella no tiene esperanza, pero tú. Deberías tenerla. Deberías quererte un poco más.

- Somos muy distintos.

- Sí, muy distintos. Mientras tú valoras la identidad de alguien, yo valoro su dinero. Mientras tú te desesperanzas por mi actitud, a mí me parece que nada nunca la tuvo. En tanto tú te has terminado las papas, yo voy en mi segunda cerveza. Mira que con el alcohol, me desinhibo y empiezo a pensar y a hacer cosas que no pienso. Voy por la tercera.

- Es muy extraña esta situación.

- Sí, no sé por qué me gusta conversar contigo. Nunca me había pasado. Estoy en contra de casi todo lo que piensas y dices. No eres mi tipo de hombre. Jamás te habría invitado a salir. Te encuentro feo y desliñado, con los zapatos gastados y además no tienes ni dinero. Tu mayor aspiración es comprar una casa. Eres honesto, y eso no me gusta mucho, porque en la sociedad hay que ser más vivo, si no te cagan. No te quedaste con el dinero de la billetera y me seguiste a mí porque sí lo hice. ¿Fue eso o es que te gusto y esa fue tu mejor excusa para acercarte?

- ¿Quieres que sea sincero?

- Muy sincero, ojalá desnudo ante mí. Así de sincero.

- Si hubiese tenido que elegir entre millones de personas para que recogiesen esa billetera, te habría elegido sin dudarlo, porque eres hermosa.

- Muy sincero. Sé que soy linda y a eso le saco partido. Yo nací pobre, más pobre que tú, ¿quieres que sea sincera? Amigo, amigo, tráigame un vodka tónica con harto hielo, ¿y tú?

- Lo mismo.

- Más pobre que tú. Mi papá nos abandonó cuando yo tenía como cinco años. Lo único que recuerdo de él es su olor a trago y que una vez se metió a mi cama y me manoseó entera. Mi mamá tuvo que criar a tres hijas, yo era la menor. Ninguna de las tres terminamos el colegio. Las dos mayores se embarazaron y se casaron con dos hombres calcaditos: ambos las mantenían y les sacaban la chucha todos los fines de semana. Yo no quería eso para mí. Traté de estudiar, me costaba y con esta educación de mierda. Perdona los garabatos, pero con el copete se me desinhibe hasta la lengua. Mi mamá vendió todo para que yo quedara en la universidad, y lo hice, quedé en derecho, pero cuando vimos el arancel mensual, a mi mamá le dio cáncer.

- ¿De verdad?

- De verdad y figurado. No teníamos de dónde pagar, ni aunque vendiéramos todo.

- Pero existen becas, créditos, el estado ayuda de alguna forma.

- Sí, pero hay que acreditar que no tienes dinero.

- Pero, ustedes no tenían.

- No, pero mi maldito padre sí. Y mucho dinero. Y como nunca se divorció de mi madre, el estado asume que yo soy ABC1, pero el desgraciado nunca dio nada. Trabajó para el gobierno militar y hoy es un alto ejecutivo de AFP. Está inscrito en un partido político y cada vez que hay una demanda de alimentos, misteriosamente la causa se pierde. Por eso quiero ser abogada, por eso llevo tres años estudiando.

- ¿Y de dónde has sacado dinero?

- Recojo billeteras extraviadas y me quedo con el dinero.

Ocho

El dueño del local dijo que ya era hora de cerrar. Que si pretendíamos volver a nuestras casas deberíamos hacerlo ya, porque no había nada de locomoción y la energía eléctrica de seguro se iba a cortar. Pero lo más definitorio era que a partir de las diez comenzaba un toque de queda.

- Oye, ¿dónde vives? - me preguntó ella con algo de desazón.

- Cerca del centro. Me puedo ir caminando desde aquí, no hay problema, ¿y tú?

- Yo vivo bastante lejos. En Maipú, casi al fondo, unas villas nuevas. Es como ir a la playa. Vivo con mi mamá.

- Te puedo acompañar hasta que tomes alguna locomoción. No sé cómo pasó tan rápido la hora. Fue una buena conversación. Hace tiempo que no hablaba con alguien de manera tan amena. Bueno, en realidad no hablo mucho con la gente.

- Solo recoges sus billeteras.

- Esa me la encontré. Y te prometo que busqué y busqué al dueño, pero no existía. NI siquiera hay un registro en el registro civil. No existe.

- Debe ser una falsificación para hacer estafas. No te hagas problemas con eso de la identidad y tonteras. Simplemente un delincuente que se hizo hasta licencia de conducir. ¿Cómo te explicas la cantidad de dinero y la poca edad? Delincuente, narcotraficante, estafador o político. ¿Me acompañas, en serio?

- Por supuesto, caminemos hacia abajo. Si tienes suerte pasará un taxi.

- Sí, un taxi, ¿y tu casa queda muy lejos de aquí?

- No, para nada.

- Pero no tienes dinero, ¿en qué trabajas me dijiste?

Es un trabajo, nada más que un trabajo, digno como todo trabajo, pero es a lo más que pude alguna vez aspirar y con lo que gano voy a comprar mi casa, voy a leer todos los libros que quiera y voy a ver películas para siempre. No seré un estudiante avanzado, ni voy a tener nunca una profesión. Nunca tuve oportunidades, pero no me importa ni me quejo. La educación de mierda no es tema para mí. Así que ella quería quedarse conmigo. La habría tomado de la cintura y la habría besado infinitamente.

- En aseo, hago aseo de todo, de lo que me pidan. Casas, plazas, baños, centros comerciales.

- ¿Y no te da asco hacer aseo en los baños con las deposiciones de otros?

- ¿Y no te da asco quedarte con dinero que no te pertenece?

- No, ya estoy acostumbrada. Así es la vida: una perra, pero yo soy más perra.

- No entiendo.

- ¿Por qué no tienes dinero? ¿Por qué no me abres la puerta de ese Mazda azulito que está ahí estacionado y me llevas a un hotel cinco estrellas? ¿Por qué no te compras unos zapatos de quinientas lucas? ¿Por qué?

- Porque no lo vale.

- ¿Y hacer aseo es muy... no sé... honorable?

- Digno, y honrado.

- ¿Y de qué te sirve ser digno y honrado si toda la gente, créeme, toda la gente siempre va a intentar cagarte? Yo misma he estado pensando desde que te conocí la forma de cagarte. Ya te cagué con la plata de la billetera, pero he fracasado en otras formas porque...

- ¿Por qué?

- Porque no se me ocurre cómo si eres tan honrado y no tienes plata, ¿cómo podría cagarte?

- Podrías cagarme para siempre si me dejas aquí botado, porque desde siempre creo que te he buscado, y si te vas, mi vida volverá a carecer de sentido, y tendré que buscarla entre la música, entre los libros, entre las películas.

- Esa es la única forma en que no se me había ocurrido cagarte. Puedo pensar hasta en sacarte la chucha, pero abandonarte jamás. Creo que nunca había tenido una conversación tan larga con alguien. Creo que nunca le había encontrado sentido a lo que otro me decía. Ni siquiera a mi mamá. Podría hablar contigo por horas o estar en silencio por horas y sería la misma sensación de calidez. Porque a pesar de que en estos momentos nuestra sociedad está completamente destruida, a pesar de este olor a muerte y destrucción, a pesar de lo que mañana sucederá, esta noche no quiero dejarte. Daría lo que fuera por quedarme contigo.

Y ella fue tan sincera que decidió revelarme su secreto. Hubiese querido que no lo dijera. Hubiese querido que me engañara. A esa hora y con el toque de queda en ciernes, me habría conformado con vivir engañado el resto de mis días solo para quedarme. Pero la vida es severa y nos revela todo en su momento.

- Tú querías saber, ¿cómo lo hacía para ganarme el dinero suficiente para pagar mi carrera en la universidad? La educación es carísima.

- Todo cuesta dinero, por eso que el dinero no tiene sentido.

- Soy escort.

- ¿Escort?

- Sí, puta, de las buenas y de las caras. Me hago en una noche más de un millón de pesos.

- ¿Eres prostituta?

- Sí, es la única forma de obtener dinero para pagar mi carrera, para pagar el dividendo y pagarle al cabrón que me promociona.

- Eso lo explica todo. Eso explica los muertos, las explosiones, la sociedad en llamas.

- Sí, y si quiero ser alguien voy a tener que seguir haciéndolo, a menos que...

- A menos que el país estalle y nos reconvirtamos y valoremos lo verdadero.

- Eso no va a pasar.

- No, no va a pasar.

- Además ayudó a mis hermanas, les pagó el colegio a sus hijos, mantengo a cinco cabros chicos, todo con el sudor de mi vagina y mis dotes magistrales en la cama. Todos los viejos calientes del barrio alto me buscan. Hasta tengo lista de espera.

- Ahora entiendo. Me gustaría decirte que no me importa, pero eso devela el por qué ahora sentimos olor a cadáver en las calles.

- Lo sé. Me hubiese gustado seguir contigo. Quizás en otra vida.

- O en otro universo.

- Si quieres nos vamos a tu casa. La pasamos bien un rato. Si quieres podemos hacerlo siempre. Me gustaría de verdad quedarme contigo, pero no podía mentirte. Pero después voy a tener que volver a venderme. Todo por dinero, siempre y hasta que termine la carrera. Así es de cara la educación en nuestro país.

Se escucharon sirenas por todas partes. Para protegerla yo quise abrazarla o al menos tomarla entre mis brazos por si se venía un piquete, pues ya hace como diez minutos había comenzado el toque de queda, pero ella se alejó. Vi la sorna en sus ojos porque no quiso mirarme, sentí su aroma desconcertante alejarse y la vi apuntarme con el alma entera cuando el grupo de carabineros trató de agarrarla porque estaba violando el toque de queda. Le dijo a los policías que yo la estaba persiguiendo, que había intentado manosearla, que la estaba siguiendo. Entonces los carabineros se precipitaron sobre mí, y sin preguntar nada me llenaron de palos y garrotazos. Me golpearon en la espalda sobre todo y con tanta fuerza que sentí estallar mis pulmones y comencé a expulsar desenfrenadamente un chorro de sangre por la boca. Quedé en el suelo regurgitando dientes y saliva mezclada con el tibio fulgor de la roja médula que me habían arrancado. Ella desapareció. Yo no podía hablar. Me tomaron de los brazos entrecruzados en la espalda y me pidieron mi nombre.

- Debe ser otro de estos hueones reclamando por la educación, y más encima degenerado quería violarse a la señorita. Hay que matar a este desgraciado. Dime cómo te llamas, dime cómo te llamas.

Yo no podía hablar. Me habían destrozado los pulmones. Me registraron entero y descubrieron la billetera sin el dinero.

- Se llama Juan Ruiz. Mete este número al sistema 1899903456.

- No arroja resultados. No existe ese número.

- No existe ese RUT

Eso ya lo sé, pensaba yo.

- Si no existe, hay que matarlo. Pégale un balazo.

- No tenemos tantas municiones.

- Matémoslo a lumazos.

- Estamos cansados.

- Pásale el vehículo por encima.

- ¿Y cómo lo limpiamos y desaparecemos el cuerpo?

- ¡Quemémoslo!

Lanzaron unas bolsas de basura sobre mi cuerpo inerme. Aprovecharon de prender unos cigarrillos y luego rociaron con bencina el lugar y lo encendieron sin más. No recuerdo dolor físico, no recuerdo más desde que el fuego nubló mi vista. Estuve a punto de gritar que yo no era Juan Ruiz, que me había encontrado la billetera, que mis verdaderos documentos los había dejado olvidados en mi casa, o en el bar, o en cualquier parte. Si hubiese reunido bastante fuerza, posiblemente lo hubiese logrado, pero ya no valía la pena. El olor a cadáver quemado estaba en toda la ciudad, y en todas las ciudades de nuestro país, y se iba a quedar para siempre, y me bastaba, antes de morir, que ella, sí, ella, lo hubiese percibido mientras huía presurosa hasta su tranquilo hogar en la periferia, el día en que todos perdimos la identidad.

Octubre de 2012

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