Cinco días sin agua

19.01.2020

Hoy por el arroyo ya no baja nada. Bajaba hasta ayer un chorrito tímido, renuente, hasta caprichoso que se cortaba intermitente, pero hoy nada. Deben haber cerrado las compuertas los dueños del fundo o simplemente se acabó. No piensan en las tierras que están al final. No piensan estos desgraciados. Por eso que la madre ha amanecido desolada. Por eso y por muchos otros motivos, se ha acercado al arroyo donde en su niñez corría un canal, que se fue llenando de basura que tiraban más arriba, se fue tapando y ella la sacaba con fuerzas y rabia, trataba de mantener el flujo. Después se convirtió en arroyo cuando perdieron los derechos de agua, pero de todas maneras fluía con fuerzas y hasta a veces era cristalino. Con eso regaban el huerto y saciaban la sed de las vacas y los chanchos, sin embargo hoy ya se murieron los animales y solo queda un par de gallinas y el chancho que solía ser gordo.

Trinidad es una de las hijas y está llena de pena desde siempre. Hoy vio cómo de pronto el arroyo quedó seco y aunque toda su vida ha estado sumida en la pena, hace lo imposible por sonreír y dar ánimo a la casa.

La casa es de adobe y su techo no resistiría un invierno crudo. Por suerte además hay sequía. Trinidad recuerda en sus primeros años los inviernos lluviosos a más no poder. Tiene momentos de desbordes y vientos endemoniados. Recuerda al hombre que vivía con su madre, arriba del techo con la tempestad intentando arreglar la antena de TV y maldiciendo hasta a Dios por los cerros que desvían la señal aquí en este caserío cercano a Rancagua que no tiene nombre. Ese hombre no era su padre. Su padre apenas existió. Ese hombre era padre de Bernardita. Su padre se fue a la capital y dos meses más tarde se devolvió en un cajón absurdo. Dicen que la madre lloró solo para que la vieran. Hace frío en los cerros de la angostura.

No tiene nombre porque nunca quisieron nombrarlo. Era mejor decir que era camino a Rancagua cerca de la capital, en los cerros camino a la angostura. Los cerros donde parió a Trinidad la madre. Desde ese día hubo una pena que no se le quitó con nada.

La madre anda más triste ahora que de costumbre. Será por el agua que no baja. Llama a Bernardita para que vaya a comprarle cigarrillos, pero no tiene dinero así que le dice que le diga a la vieja del almacén que se los fíe hasta que pueda vender el chancho. Bernardita ya tiene trece. Trinidad tiene dieciséis. Hace dos semanas que las dejó ese hombre, la madre tiene veintinueve, pero aparenta cuarenta, será por la falta de dientes, eso es el tiempo que pasa, curioso tiempo.

Ayer dejó de correr el agua. Para beber usaron los lavatorios que tenían para aseo y para aseo usaron los trapos del día anterior. La madre sin cigarrillos es una mierda. Amenaza a todos con que los va a matar, incluidos los pollos y el chancho. Mejor no haberse despertado en este día, pero ¿por qué dejó de correr el agua? Todo venía de mal en peor. Primero un puma despedazó a Beto cuando quiso defender la casa. Nadie lo vio, solo escucharon sus ladridos en medio de la noche. Al otro día encontraron sus vísceras esparcidas por todo el sitio. Trágico. Eso puso de más mal ánimo a la madre que empezó a patear las gallinas como si fueran culpables de la desgracia. Segundo, Bernardita tuvo su menarquia y manchó el colchón de paja. Fue demasiado abundante que parecía lo mismo del Beto, pero en el colchón. Ella se levantó sorprendida. La madre tomó el colchón y lo lanzó al fogón. Dijo que por culpa de la sangre todo duele. Tercero, a la Trinidad se le había metido la idea de irse al internado. Estaba ya decidida, lo había pensado mucho tiempo y andar entre los cerros, alimentar animales, cultivar papas ya la habían hartado. Pensaba demasiado bien como para gastar su tiempo en esas actividades tan triviales. Todo por culpa de un libro que encontró en la cocina en la pila de papeles a punto de ser quemado en la pira, que hablaba sobre otros países y de gente feliz y diferente. Ella al igual que su hermana, habían asistido al colegio con la tía Paula solo hasta segundo básico, porque su madre solamente quería quedar bien con los vecinos de otros cerros aún más yermos y asegurarse que contaran bien los números y leyeran lo mínimo en los carteles como para que no las hicieran lesas. El colegio no les podía enseñar nada más importante. Cuando Trinidad le dijo a su madre que se quería ir al internado quedó la grande. Desde que se fue su hombre la ira la posee con facilidad. Así que volaron platos, canastos, cajones, cuchillos, hasta que en la noche se calmó todo. Trinidad se fue a acostar con su hermana y la madre quedó en el peñasco llorando y maldiciendo el existir.

Y ahora el agua que se acaba. Mañana habrá que ir a ver qué pasa. Este día fue como si no existiera nadie sino los recuerdos.

Hace dos días que dejó de bajar el agua. Bernardita está inconsolable. Ha llorado toda la noche y eso le ha dado más sed. Trinidad la ha consolado, pero sabe que no es suficiente ni la más primorosa de sus caricias. Las manos para ella ya no son muestras de cariño. Desde la noche en que ese hombre la montó como a una yegua, las manos dejaron de cobrar un significado, fueron solo un castigo. Además se culpaba porque al otro día ese hombre se fue. Ella recuerda que mientras como salvaje la penetraba, pudo ver a Trinidad por una rendija espiándolos. No era la primera vez, pero nunca había sido tan doloroso, así que emitió un par de quejidos que el hombre interpretó de placer. Él solo jadeaba como bestia y en silencio, así que los quejidos podrían haber alertado a Trinidad o a la madre. Eso lo distrajo y no pudo acabar como quería, así que culpó a la niña y se alertó por unos pasos afuera. Sabía que la madre estaba fumando como condenada en el risco cuidando a las cabras, y que Trinidad había ido al caserío a conseguir algo de harina. Babeó el cuello por detrás de Bernardita y la acarició con esas manos grandes y ásperas de trabajador de la tierra. Luego se apeó en la puerta porque también había sentido que lo miraban tras las rendijas. Así fue, Trinidad nunca dijo lo que vio, pero tampoco volvió a dirigir la palabra a ese hombre de mirada intrascendente y diminuta. Eso lo sintió, el degenerado trató de ser amable, de dar más plata para la casa, de llevar cosas ricas como tortillas de rescoldo o charqui o arrollado para la once, pero Trinidad nunca más le dirigió la palabra ni lo trató como que existiera. Eso fue quizás algo que lo hartó, o el profundo tufo de la madre, ese aroma a dientes sucios y tabaco percudido, o los cerros que no permitían que la TV sintonizase, o simplemente esa vida miserable que lo acompañaría hasta el día de su muerte, cuando se fue mucho tiempo después a la capital a buscar fortuna, y en una esquina lo arrolló un auto particular partiéndolo por la mitad, sí, literalmente partiéndolo por la mitad. Quedó vivo unos segundos después y se miró en dos partes. Los testigos dicen que rió porque se le separó la parte mala, y tras eso un dolor grande se apoderó hasta de su alma y se murió chorreando sangre como vaca en matadero.

Trinidad ya está decidida a marcharse. Ha juntado sus miserables pertenencias en una mantita, las ha amarrado y muerta de sed se aproxima a la puerta de salida. Le duele Bernardita. Ella está en la cama improvisada con tercianas desde que tuvo su periodo. Dice que le duele todo el cuerpo, pero llora y se retuerce como si fuese una gran farsa. Le duele su hermana, pero no la puede llevar consigo. En la puerta está la madre que sigue mirando al horizonte a ver si vuelve el desgraciado. Cuando Trinidad la enfrenta para salir, la mujer le dice que a dónde va la malnacida, que no la puede dejar sola, que le da un golpe de muerte como matando un animal, que si la ve irse la matará de verdad, que el agua no es motivo para escapar, que se quede adentro porque el puma la puede comer, que desde siempre la quiso, que todo pasará, que estudiar es una burla para la gente como nosotros, que los cerros muertos son la única vida, que se vaya para adentro que ya van a dar el agua. Después se oscureció y vino un olor a monte como no se olía hace años. Esa mezcla de tierra mojada con abono y maleza. Había comenzado a llover en primavera.

Hoy día costó mucho para que amaneciera. La madre se mantuvo impertérrita en la puerta. A falta de cigarrillos se dedicó a quemar y aspirar cualquier pastizal que encontrara a mano hasta en papeles de diario. Y los aspiraba con fineza y convicción. Adentro Trinidad no pegó un ojo. Se mantuvo toda la noche despierta escuchando la lluvia prodigiosa cómo se estrellaba contra su techo. Moría de sed, pero de orgullosa no se levantó. Escuchaba además los llantos inconsolables de su hermana, que se desvanecía en una pena más grande que la de ella, pero no le importaba. Ese día se largaría de aquel lugar endemoniado. Si se iba para el sur donde se encontraba el internado, tal vez podría deleitarse con las formas extrañas del Cachapoal. Más al sur encontraría vegetación siempre verde y cascadas de ensueño. En ese libro que salvó de la pira decía que había bosques que no dejaban entrar la luz del sol y lagos donde se podía nadar sin miedo a que se enfangaran los pies. Y más al sur volcanes que dejaban ser visitados y glaciares que habían presenciado escenas milenarias, junto con árboles que jamás habían sido cortados y praderas en las que no había que pedir permiso para compartir la belleza posados en ellas. Vaya, eso sí que sería hermoso si lograba traspasar la puerta. Mas si iba al norte se encontraría de sopetón con la capital, llena de humos y humores lapidarios, donde se fueron a morir esos hombres, donde se llega por la buena, pero no se sale ni por la mala. Ese lugar lóbrego de vanidades y disimilitudes. Pártelo en dos como se partea a una mujer. Vanaglorioso. Así pensaba Trinidad en la puerta cuando enfrenta a su madre y le dice que ya no quiere estar más aquí. La madre la detiene, pero ya no tiene fuerzas. Le dice y le grita que no se vaya, que como llovió ahora habrá mucho caudal en el arroyo, que no hay de qué preocuparse. Pero no es cierto, hay solo barro. Como es agosto no se puede predecir el tiempo, pero de todas maneras la madre le grita que volverá a llover y se bañarán desnudas bajo la lluvia para limpiarse, Trinidad se va y pasa presurosa por su lado. La madre le vocifera que donde vaya habrán hombres que van a querer subyugarla y sacarle la sangre a destajo. Trinidad se tapa los oídos y con su colgajo de ropas empieza a correr por el monte hacia abajo. La madre le revela que se va a matar si se va. Trinidad se detiene. Mira el arroyo embarrado, mira las nubes presurosas, mira la casa llena de polvo, se mira a sí misma y recuerda a Bernardita enloquecida en su cuarto, tratando de sacarse la mugre sin agua, quisiera limpiar la casa, pero no hay agua. Ve a su madre furibunda con esos andrajos que se viste y trata de vivir, pero no le alcanza. Trinidad sabe que es la cordura en ese terruño, sabe que si se va no habrá paz entre esos cerros, sabe que tomar esa decisión era tan fácil sin las palabras de la madre, que sería solo cortar la sangre, solo cortar la sangre y nada más. Se puede, pero el dolor y el cargo de consciencia son demasiados. Y se devuelve. Se mete a la casa y la madre podrida se queda en el risco esperando que llueva otra vez, porque cuatro días sin agua es demasiado. Si mañana no hay agua, va a tener que ir a reclamar porque con 48 horas sin agua alguien ya se muere, y con cinco días, ya somos cadáver devorado por los gusanos.

Cinco días sin agua ya es demasiado. Los labios secos, las pieles a las que el polvo no se despega, el estertor del alma. Trinidad despertó con una esperanza del porte de un buque. Trinidad no ha visto nunca el mar. Son muchas las cosas que nunca ha hecho que ahora quiere hacerlas pero no puede por culpa de la muerte, ¿cómo es que la muerte tiene tanto poder? No puede ser, si la muerte no es vida y que yo sepa todavía no se ha muerto nadie en esta escena. Bernardita ha dejado de llorar, debe ser porque le faltan lágrimas, no porque le falte pena. Corre un viento de los mil demonios que silba entre los millones de rendijas de la casa emplazada en ese cerro. Todo está más o menos igual que al principio: no hay esperanza. El final de esta historia comienza más o menos así: la madre cansada de todo y de todos, con el alma pendiendo de un hilo más delgado que el de un volantín, pero más grueso que el de Ariadna, decide finalmente quitarse la vida. Pero no sabe cómo. Trinidad las emprende nuevamente y toma su atado de ropas y con mucha sed se arrima a la puerta esperando que su madre la contravenga, pero no hay nadie. La madre sigue pensando en cómo matarse. Bernardita ha decidido lo mismo, ¿irse o matarse? Es lo mismo, es primavera. Vaya que es mucha la gente que se mata en primavera. Si se supiera realmente ya no quedarían más ganas de vivir a nadie. Ahora sí que Trinidad se marcha. Sabe que las despedidas son odiosas, es pequeña pero tiene consciencia de lo definitivo. El arroyo sigue seco, dios mío, si ya es primavera y está seco, verlo en verano con agua es solo una ilusión maldita. Una ilusión maldita del futuro. Trinidad ya lleva veinte pasos, Bernardita busca incansablemente una soga, nadie se ha preocupado del pobre chancho que lleva más de dos días sin agua. El animal se tambalea en lo que antes fue un lodazal y mientras la madre encuentra el cuchillo afilado con que su hombre le cortaba el cuello a las gallinas, el pobre chancho se desvanece y muere. Las gallinas ya habían amanecido tiesas, pero nadie lo había notado. El fuerte viento sucumbe las rendijas y alerta a Bernardita que ha atado varias sábanas mugrosas y las ha enredado a su cuello. Trinidad camina incólume, decidida, le duelen los ovarios y hay sal en su boca y no se lo explica. La madre quiere espectadores para su acto sangriento así que busca a sus hijas. Lleva el cuchillo decidido en su mano y recorre la casa, pero Trinidad está más lejos, va sonriendo en su caminar cerro abajo, sin pena desde siempre. Sabe que está sola y que así estará eternamente, pero no le importa nada, ni siquiera el agua que ya no bajará más, y que cuando alguien se acerque a esa tierra de mierda e intente explicarse el abandono, trate de dilucidar lo que pasó ahí, ni por un instante pueda sacar la conclusión que todo fue culpa del agua, eso tampoco le importa, solo piensa en su destino y las formas que imagina será por cómo le han contado, o ha leído apenas en viejos diarios que su madre quemó. Finalmente la madre será la que presencie le escena. Todo ha muerto en la angostura camino a Rancagua. Bernardita hizo un nudo magnífico. Lo entrelazó a las vigas del techo y a su cuello y saltó primorosamente como en un cuento bello para que su cuello sufriese el embate sórdido y en menos de un segundo renunciara a la vida para quedar meneándose como si estuviese en un estanque de agua pura. No sufrirá, su cuerpo colgando no sufrirá. La madre con su intención insignificante estará como en un espejo. Con el cuchillo en sus manos se verá tan sin sentido. Y querrá matarse, pero por más que se acuchille no logrará suicidarse, porque lo más hermoso ya lo ha hecho. Y Trinidad ya habrá descendido del monte. Y habrá encontrado un camino pedregoso, y la madre se quedará para siempre con el cuchillo entre sus manos, viendo zarandear el cuerpo de su hija menor al ritmo de la nada. Así es el agua. Da vida y la quita, con cursos definitivos que ni el viento querrá entender. Hoy por el arroyo baja nada.

Marzo de 2005

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