Badajulio

18.01.2020

Te observo Badajulio. Estás sentado esperando en la esquina como todos los días antes de las doce. Hace un tiempo ya que lo sé, y es que me gustaba mirar por la ventana de mi trabajo que da a la esquina de esas calles demasiado concurridas por tráfico. Y siempre pensé que te podían atropellar porque no sabes tú qué es eso del tráfico. No tienes idea de lo estúpidos que son esos automovilistas y camioneros y choferes de transportes varios que aceleran inmisericordes para lograr todos los verdes en ese tramo de la avenida. Y yo me sorbo mi café todavía tibio y amargo como todas las mañanas y te veo ahí con tu cola estirada y tu mirada impasible. Creo, Badajulio que a alguien esperas. No sé a quién, pero llegas todas las mañanas antes de doce y te vas después de doce. A veces logro ver cuando emprendes retirada, y se me aprieta el estómago solo de pensar que vas a tener que cruzar esa avenida no sabiendo cómo opera el semáforo, que creerás que ese paso de cebra es un camino imaginario, que olerás quién sabe qué delicia inalcanzable para ti, porque eres un callejero Badajulio, de esa raza indefinible que solo supo hacer el azar y el instinto, esa raza que llamamos quiltro, aunque de lejos te confundiría con un ovejero alemán y de cerca con un golden retriever, de lado con un labrador y del otro lado hasta pareces rottweiler.

Te observé Badajulio, vi tu propósito y espero mañana confirmarlo. Llegaste temprano hoy, oliste un par de árboles, desordenaste (muy mal Badajulio) una bolsas de basura mal amarradas y parece que sacaste unos huesos de pollo (te hace mal Badajulio). Luego asumiste la posición de todos los días. No sé bien desde cuándo te observo, mis mañanas y mis días han sido siempre iguales desde hace tiempo y de pronto asocié dos mañanas y tu presencia, luego te vi siempre ahí y esta mañana supe por qué llegas a esta esquina todas las jornadas. Venía el joven ciclista doblando la esquina, no miró el tráfico y cruzó a todo pedal hasta la calle que da abajo junto a la oficina, luego hizo un amague y tú lo viste Badajulio, lo oliste en un relámpago de aire y sudor. El joven siguió su camino. Intuí que sería un jornalero, pero es muy tarde para incorporarse a alguna obra. Supuse entonces que era un estudiante de universidad o instituto, por la mochila y la tenida, o tal vez eras solo alguien que hace deporte, no lo sé. Lo cierto es que Badajulio, que había estado todas las mañanas antes de las doce en el mismo lugar te miró, levantó las orejas y tras tu paso, emprendió nuevamente su empresa de vida, siguió oliendo y vagando por la ciudad, se retiró y como todos los días no lo vi más. Fue solo ese instante, pero al menos comprendí que estaba ahí para olerlo y verlo pasar. No puede haber otra explicación.

Te observo Badajulio, ahora sé que esperas al joven de la bicicleta. Es extraño que esperes a alguien pues tú no eres de nadie. No te veo collar, no te veo pertenencia, eres de los callejeros por derecho propio y así es como te voy a recordar. Estás sentado en esa esquina como todas las mañanas antes de doce y observas. Lindo Badajulio me gustaría llevarte a mi casa, ponerte collar, darte alimento de ese que promocionan por la tele que los hace ver tan felices, pero sé que a ti te gusta el vértigo de la calle, porque sabes cómo manejarte, incluso parece que presientes los autos cuando vienen porque no te han atropellado. Yo por mi parte estoy tan aburrido. Todos los días es lo mismo en este trabajo. Tengo que timbrar hasta al aire y estar pendiente de lo que diga el computador. Me gustaría trabajar en el campo y que viniera una tormenta y nos diera lo mismo. Como la lluvia que ahora cae, pero que en el campo es más que normal y no preocupa a nadie, así mi jefe no se enfadaría por nimiedades y yo podría a veces demorarme más de lo habitual en la colación saboreando un postre o simplemente contemplando las nubes que se ven tan lindas en invierno. La lluvia de ahora es apenas una garúa, así que como es antes de doce me voy a preparar un café otra vez.

Sentí la frenada Badajulio, quise haberte estado observando, pero después de servirme el café maldito me fui al baño y parece que estoy mal del estómago porque me demoré más de la cuenta. El jefe ya estaba preguntando por qué no estaba yo en mi puesto y yo también me lo recriminé ya que sentí la frenada y luego el golpe hueco como si le dieran un batido universal a un bombo enterrado pleno en el pavimento. Te imaginé entreverado así por las ruedas y tu sangre brotando tímida como todo buen perrito que no quiere escandalizar y acudí presuroso a mi ventana preferida y única para ver el espectáculo desgraciado, desgraciado de tus vísceras esparcidas por la acera como tantas veces contemplé en el camino a mi trabajo, Badajulio, no sabes cómo duele ver a tus congéneres aplastados en las carreteras porque no saben. Eso imaginé, pero siempre la realidad sorprende más porque es una desgraciada y no te vi a ti Badajulio, vi al ciclista que ya presurosamente un par de peatones lo estaban tapando con diarios, pues la sangre desde sus entrañas brotaba como llaves destempladas y mordaces. No vi lo que pasó, no estuve ahí, pero las cámaras de seguridad de seguro lo registraron. Malo el café, mala vida, Badajulio me vas a tener que perdonar y eso será por siempre, Badajulio, olías la escena, no entendías, tu cola estuvo erguida y después entre tus piernas. Mucha gente apareció desde no sé dónde, se agolpó para observar la escena de sangre desparramada por todas partes. Mierda, eso es terrible, el pobre de Badajulio olía y trataba de entender, pero eso no estaba reservado para él. Maldita existencia.

Otra mañana y por primera vez Badajulio no está. Debo reconocer que estuve más pendiente de eso que de cualquier otra tontería de mi trabajo. El jefe debe creer que mi cara de preocupación es debido a que las entregas no se han hecho por la lluvia. Pero no. Es que esa esquina no es la misma sin la presencia de él.

Al terminar mi jornada me dirigí como todos los días a mi morada, y en el paradero para tomar la micro, me llamó mucho la atención que no había nadie esperando. Extraño, porque generalmente esto está lleno y es toda una odisea subir a la micro y encontrar asientos. Tras un rato de esperar vi que varias de las personas con las que habitualmente nos topamos aquí, salían de una capilla que está ubicada justo al frente del edificio de mi trabajo. Inferencia inmediata: allí deben estar velando al ciclista. No soy de iglesias, ni de oraciones. No obstante, algo me llamó a ingresar a ese recinto y ahí estaba la capilla ardiente, varias personas del paradero, otros tantos jóvenes con mochilas, unas señoras en los primeros banquillos como esperando una declaración de un tribunal, pero demasiado atribuladas y con rollos de papel higiénico en las manos, niños correteando tras una pelota pero en silencio, un par de hombres con unos extraños uniformes y al aproximarme al cajón, a ese féretro color roble o raulí o ciprés, no sé, nunca supe la diferencia entre las maderas, al acercarme estaba Badajulio en los pies de este, acurrucado, casi en un círculo perfecto, despierto, hermoso. Quise decirle a todos que era Badajulio, que ese perro todos los días esperaba que el ciclista pasara y una vez que lo hacía, desaparecía hasta el otro día y así todas las jornadas, pero qué podía importarle eso a sus deudos ahora. Nada. Solo era pintoresco que hubiese un perro en los pies de ataúd, nada más.

Una señora de las de adelante se paró intempestivamente y al verme observar al perro, no dudo en meterme conversación:

-¿Usted conoce al perrito?- me preguntó.

-No- le dije con mucha premura, esperando que no continuase con la conversación, pues me pone incómodo hablar sobre lo que no conozco, y hasta me avergüenza estar aquí, guiado solo por una curiosidad insana.

-¿Conoce usted entonces al difunto?- volvió a preguntar.

-No, tampoco-. Y cuando pensé que iba a largarme una prédica o una reprimenda, la señora volvió a su asiento, tomó el rollo de confort, sacó un poco, se sonó las narices con fuerza y volvió a musitar algo parecido a un ave maría en coro con las otras señoras.

Otro tipo me flanqueó por la espalda

-¿Usted es de la facultad?- preguntó.

-No- dije más apurado y observé que al hombre le faltaba un ojo y se estaba quedando calvo.

-¿No es profesor? ¿Conocía al ciclista?

-No... y no- dije y miré mi reloj para denotar que ya había estado demasiado tiempo en ese lugar y que tal vez debía irme.

El hombre vestía de negro. Ha de ser un deudo. Me puso una mano sobre el hombro y me invitó con eso a conversar. Yo no quería. Me contó que el joven era un gran estudiante. "Iba a ser ingeniero ambiental". ¿Y el perro? Bueno, ha estado aquí desde que trajimos el cuerpo. Dicen que estuvo también en el hospital y luego en la morgue. Que llegó a los minutos que instalamos la capilla. No se ha despegado del ataúd. No come, no duerme, solo está ahí, y mira al infinito. Dicen que era un perro de construcción. De esos que viven en la construcción de los edificios y que cuando se termina de construir los echan. Que les servía para cuidar por las noches para que no se robaran los materiales. Cuando el edificio estuvo listo y se empezó a llenar de gente, lo sacaron a patadas porque ensuciaba la vista. Dicen que antes de eso fue abandonado por sus dueños. Lo dejaron en un mall, porque pensaron malamente que se podría alimentar de los kilos de comida chatarra que botan en esos inmensos contenedores que huelen a vómito cortado. Sus dueños eran prominentes profesionales con promisorio futuro, y este perrito les estorbaba. Lo compraron por lindo de cachorro, como un peluche, pero creció y tuvo necesidades, cariño y atención por sobre todo, solo una retribución de las miles de movidas de cola que daba por hora ante las endorfinas escapándose de su alma solo por tener dueños. Nada le dieron. Creció y no le dijeron qué no debía hacer, y siempre lo retaron, lo echaron y finalmente lo fueron a botar para que se quedara a su suerte. El perrito venía de una cruza no autorizada, por eso es que parece ser de muchas razas y no es de ninguna. Quiltro, se quedó en el ataúd y de ahí nadie lo saca. Impertérrito, es extraño, ¿no le parece?

No me parece. Hay algo de magia en esta situación de Badajulio y de mi propia vida. En estar aquí y este hombre de negro que no deja de hablarme y de decirme lo que no quiero escuchar, pero me quedo y es tal vez porque sí quiero develar qué me ha traído hasta aquí, qué me ha tenido semanas observando por la ventana, qué le daría por fin sentido a mi vida.

Poco a poco me fui yendo. El tipo repentinamente se calló cuando vio que yo retrocedía, y las señoras dejaron de rezar. Badajulio se mantuvo incólume y el olor a rosas terminó por envolverme. Así que salí de la capilla y de la capilla. Me fui de ese lugar pasado a muerte y volví al paradero donde ya había más gente. La micro pasó como todos los días y como todos los días subí agradecido por un asiento en la ventanilla y me fui observando todo lo que la ciudad me pudiese regalar en una fría tarde de invierno. Pasaban los autos, los edificios, los terrenos baldíos, los jóvenes jugando a la pelota, fumando, las plazas vacías, los edificios terminados y al llegar a mi paradero me pregunté si acaso debiese mañana llevar un poco de flores al trabajo, si debiese vestir de negro, si debiese estar triste, porque quiéralo o no, esta situación ya se transformó en algo importante en mi vida.

A la mañana siguiente vi cómo partió el cortejo. Siempre he tenido la sórdida manía de contar los autos que acompañan a un cortejo. Una vez vi uno de más de ciento ochenta autos y camiones y buses llenos y radiantes. Otra vez he visto algunos (que son los más) de solo un par de autos. Tan insignificantes, tanto que hay que hacer a lo mejor y es que son a la hora punta, o cuando más se trabaja que hay que buscar excusas, pocas personas acompañan a los cortejos en su último viaje cierto al reducto definitivo. Pienso en quiénes irán en esos autos. Pocos, de seguro los imprescindibles o los interesados. No sé. Ahora van varios y un par de buses. Se siente un murmullo pues han de ser los universitarios que van de compromiso. El jefe llega y me planta un kilo de trabajo. Yo lo miró con rabia, ¿no se da cuenta usted que estoy de luto? Maldito jefe insensato. Quisiera ser como Badajulio para poder acompañar a mi dolor y dejarlo descansar en su reducto eterno (¿Ya lo dije?), pero no soy Badajulio, porque él ni siquiera está. No lo veo. El jefe me dice que todo es muy urgente. Yo me paro y le digo que nada es urgente si no es verdadero. Desconcertado, me dice que "¿Qué me pasa?" ¿Me siento mal? ¿Necesito descansar? Necesito, acaso, tomarme las vacaciones que me viene prometiendo desde siempre. ¿Ah?

Se fue el cortejo y Badajulio no apareció.

Al otro día todo volvió a la normalidad en mi esquina. Las mismas personas, el mismo tráfico, mi taza de café humeante y el trabajo que hago no sé para qué. Más encima tengo que estar agradecido de tenerlo. No tendré vacaciones hasta el próximo invierno, así que creo que nuevamente las pospondré. Mientras tecleaba en el computador una idea se vino a mi cabeza. Si bien había un comportamiento muy peculiar en Badajulio al venir todos los días a esperar al joven ciclista, la naturaleza obra de manera tal, que siempre deja todo en su lugar. Y nosotros no nos damos cuenta. Creemos que es el destino o el fruto de nuestros errores, pero es siempre la naturaleza trabajando para mantener la armonía. Ese perro esperando religiosamente todos los días al ciclista debe tener un sentido. Y que se haya ausentado del cortejo otro sentido quizás mucho más profundo que ahora no entiendo. Me propuse determinar ese sentido. Lo primero que se me vino a la mente es que en todas las esquinas hay cámaras de televisión que registran casi todo. Me metí a Internet para verificar si había alguna en mi esquina. Efectivamente, había una que de seguro registró el accidente. Llame inmediatamente a la Unidad operativa de control de tránsito y pregunté:

-¿Podrían ustedes facilitarme la grabación del día 29 de febrero de este año?

-Buenas tardes, ¿con quién hablo?- preguntó una voz gangosa de mujer demasiado acostumbrada a que no se le entendiese nada.

-Soy un testigo de un accidente, quisiera tener la grabación de una cámara ubicada en...- me interrumpió.

-Disculpe caballero, pero eso es imposible. Nosotros no facilitamos a nadie esas grabaciones.

-Pero alguien murió y...- nuevamente me interrumpió.

-Por favor llame por algo importante, y no me haga perder mi tiempo.- Y cortó.

El teléfono es una extensión de la maldad. Recordé súbitamente que la empresa hace un tiempo había instalado gran cantidad de cámaras en muchos lugares estratégicos. Mi jefe había sufrido una especie de psicosis al ver tanta televisión en horario prime que mandó a instalar cámaras hasta en el baño. Todavía estaban operativas, supuse. Así que dejé todo lo que no estaba haciendo y me fui donde Silvia, la encargada de informática. Durante mucho tiempo estuve muy enamorado de ella. Me encantaba que fuese tan seria y sabionda. Que usara un pelito corto ochentero y que todos los días se peinara la chasquilla. Me gustaba que no fuese hermosa, pero que tuviese una cara enigmática y unos labios carnosos. Pero lo que más me gustaba era su aroma, que se podía sentir a metros de distancia. Le pregunté una vez si usaba perfume. Me dijo que no y exhaló una bruma eterna que me fue muy difícil de olvidar por días. Parece que estaba ovulando. Hasta una vez (dentro de las muchas veces que fui a verla solo para olerla y hacer más grande el vacío que sentía por no tenerla) la invité a salir y aceptó. Fue el día de una gran lluvia, que paralizó a la ciudad. Obviamente no pude llegar al lugar de nuestra cita porque las calles estaban inundadas. Ella sí lo hizo porque tenía auto propio. Y luego me lo sacó en cara, que si realmente hubiese querido llegar lo habría hecho por cualquier medio. Te intenté llamar, le explique, el metro lo cerraron, me excusé, luego de eso me agarré una influenza, pero nada la conformó. Interpuso una tremenda muralla de indiferencia hacia mí desde ese día. Y fue tan grande su desprecio que hasta dejó de gustarme y su olor a hembra en celo me provocó (aparte de las noches de insomnio) una severa animadversión a los ochenta.

Llegue donde Silvia. Ella estaba tan olorosa como siempre. Bonita estaba, chasquilla recién cortada parece y me vio como quien ve por primera vez el sol. Me saludó amable, pero yo no estaba para preámbulos. Le expliqué de inmediato lo que quería.

-Pero eso es muy difícil.

-Pero yo sé que hay cámaras que apuntan hacia la calle.

-Pero hay que buscar en los discos duros, y se borran cuando están llenos.

-Pero, ¿tú harías eso por mí? Te lo agradecerá eternamente.

-Pero ahora estoy muy ocupada.

Vi la pantalla de su computador y estaban abiertas varias ventanas. Una de red social, otra de juegos, otra de correo y una de citas.

-Pero podría hacerlo yo, si me dejas entrar en tu computador.

-Pero ahora no se puede, ya te dije que estoy muy ocupada.

-Pero...- me costó decirlo- Por favor.

Algo se iluminó en sus hermosos ojos. Cerró la ventana de Chrome y accedió a sus carpetas. Luego se fue al servidor y buscó rápidamente en los diversos discos duros. Encontró la grabación completa de ese día y la linkeó a su escritorio.

-Aquí está- dijo y me miró profundamente.

-La saco en un pendrive- le dije.

-Se demorará mucho, mejor vela aquí mientras yo voy al baño.- Se paró de su asiento de felpa y pude ver que estaba un poco húmedo y olía como si hubiesen derramado mil litros de agua de rosas en todo este cuento.

Comencé a ver todo lo que había sucedido ese día en mi esquina. Al principio todo normal: la gente circulando, los autos pasando, hasta el transcurrir de las nubes se podía apreciar si adelantaba el video para apurarme hasta el momento del accidente. Y entonces llegó. Lo vi al comienzo rápido porque estos videos digitales no entienden muy bien cuando uno les da el clic a detenerse. Fue brutal. El joven ciclista apareció en la esquina como todos los días. Espero a que diera el verde. Badajulio no estaba. Algo debió pasarle ese día porque todos los demás días sí estuvo. Desde que tengo memoria en este cuento, el perro llegó religiosamente a esa esquina, se sentó justo antes del mediodía y tras el paso del ciclista se retiró parsimonioso como si hubiese concretado la más noble de las misiones. No había nada que deducir, nada que pensar. Badajulio llegaba a verlo. Era obvio, pero, ¿por qué? ¿Qué podía haber en ese acto de la naturaleza que yo no entendiese? El joven ciclista observó hacia los dos lados que no venía nada y se subió con vuelo a los pedales para ir rápido y como sacado de una película apareció un camión desaforado, a una velocidad ridículamente exagerada para la ciudad, no respetó el rojo y si hubiese habido otros autos u otras personas, habría arrasado con todo y con todos en una especie de torbellino inmisericorde y absurdo que todavía (y lo veo una y otra vez) no soy capaz de entender, ¿qué pensó ese conductor al viajar a esa velocidad en una ciudad tan repoblada? ¿Qué pudo pasar por su mente al ir a más de 100 kilómetros por hora donde solo son permitidos 40? ¿Qué buscaba, que quería, que tramaba? ¿O solo estaba impulsado por un designio incomprensible para todos y más aún para mí? La definición de la cámara es muy mala. Los pixeles no dejan ver la atrocidad del atropello. Solo se puede ver cómo es elevado el cuerpo a unos dos o tres metros del suelo, cómo hay una frenada tras el embate, cómo la bicicleta de despedaza y hasta salen chispas, cómo se desmembra en el aire el cuerpo y caen pedazos hacia todos lados y una nube que me imagino es sangre, se esparce primero al aire y luego en el pavimento. La ciudad parece no entender en un comienzo. Ni el ruido, ni la conmoción llegan de inmediato a los pobres espectadores. Tras un par de instantes recién tratan de comprender lo horrible de la situación, y se toman las cabezas, gritan (creo porque el video no tiene audio), y paran ahí mismo de tener esperanza en todo y en todos. Se cae a pedazos la fe en la humanidad. Yo lo retrocedo y no puedo creer que nada, absolutamente nada en esta grabación me dé indicios del comportamiento enigmático de Badajulio, excepto su ausencia.

Volvió Silvia del baño. Venía hermosa y aromática. Algo se hizo para llamar mi atención, pero estoy demasiado confundido como para entenderlo. Le doy las gracias, dejo el computador, me alejo y ella quiere decirme algo, que no me vaya tal vez, que podemos salir de nuevo, no sé, no puedo explicarle mi desazón, ni mi infortunio. De verdad está muy hermosa. Sé que haces mucho deporte y yo soy un vago inmundo de los asientos. Sé que llevas una dieta balanceada y yo soy un adicto al café y a las comidas de no mucho pensar. Sé que bajo tus vestidos hay un sinnúmero de curvas deliciosas, y que tus pechos son fragrantes manantiales y yo soy un torpe con sobrepeso y desaciertos. Así que mejor volví a mi reducto. No dije nada, solo volví. No pude ver su rostro si era de desconcierto o de alegría. Me senté. Traía en mis manos algo de su olor y me las refregué por la cara. Observé por la ventana y en la ciudad todo seguía tan igual como siempre, pero ¿qué? ¿Estaba Badajulio? ¿Sí? ¿Eres tú Badajulio? Miré el reloj: las 12:00. No puede ser. Esto no puede ser normal. Agarré la mitad del Barros Luco que me había desayunado para embaucarlo si era necesario y partí a su encuentro. El jefe me dijo algo en el pasillo, pero no lo tomé en cuenta. Casi corría. Tomé el ascensor y cuando se iba cerrando la puerta automática veo a Silvia que me decía algo. Tampoco entendí. Si hubiese entendido un "te amo" o "te quiero" o "te necesito" quizás habría apretado el botón para que se abriese la puerta, pero solo quizás. Lo más probable es que hubiese sido otra de esas frases que no dicen nada, que solo llenan el momento para evitar las frases verdaderas que se dirán cuando todo esté cocinado. Pero la puerta se cerró y el ascensor ultra moderno de la empresa más exitosa del país el año pasado (según la encuesta de no tengo idea) no demoró más de diez segundos en llevarme del piso ocho al uno, y partí corriendo al encuentro con Badajulio con el sanguche entre manos y la posibilidad de que un perro me explicase el sentido de la vida y el sentido de la muerte. Llegué y Badajulio estaba como todos los días, sentando e impasible. Le dije: "Badajulio, eh, ¿quieres un pan con queso y carne?", pero supuse que Badajulio es el nombre más absurdo que alguna vez alguien pudo ponerle a un perro.

Por primera vez me miras Badajulio e intentas comunicarme algo. Veo una de tus patas doblada de una manera extraña. Parece que alguien alguna vez te atropelló y nunca nadie te llevó al veterinario. Parece que has sufrido mucho. Estás flaco Badajulio. ¿Hace cuánto que no comes? ¿Cómo es tu historia? ¿Quién te abandonó? Todo perro vago es siempre fruto de un humano de mierda. Un insensible que lo dejó a su suerte porque ya no pudo o no quiso cuidarlo. Pensé por primera vez en quedarme a vivir en la vida de Badajulio, ¿qué tal si te adopto? Mi casa no es muy grande, pero creo que podría proporcionarte una buena cama, sobre todo para esas noches en que de seguro te cobijaste bajo un puente porque llovía demasiado o porque el frío te calaba los huesos. Quisiera hacerte cariño en el lomo y decirte que la muerte es más cierta que la vida. Que tu ciclista no volverá. Que me gustaría que me dijeras por qué lo esperabas cada día antes de doce y luego te ibas. Que me explicaras el porqué de tu comportamiento. Quizás tú sabes más del curso de las cosas y de las cuestiones de la naturaleza que yo, no quizás, ciertamente tú sabes encontrarle sentido a las cosas. Me miras con cara de "qué habla este humano", y de pronto te paras. Hueles mal Badajulio, hueles a calle, a bolsas de basura, a enfermedades no tratadas, a abandono, hueles Badajulio a estar viviendo y yo que me lleno de perfumes y que me calzo de ropas absurdas no sé por qué ahora te vas si ya habías vuelto. Te sigo lentamente. Suenan tus garras en el pavimento y pareciera que a pesar de haber vivido abandonado en la calle, de no tener un hogar y de alimentarte de las sobras de la ciudad, tienes mejor salud que yo, caminas a tu ritmo y yo te sigo. Te sigo hasta que siento alguien que me llama o me pregunta:

-¿Estabas hablando con ese perro?- Era Silvia. Había bajado a buscarme. Quizás que cara de desalmado debo haber tenido cuando la dejé arriba. Se preocupó.

-Sí, es Badajulio- le dije.

-¿El perro?- me preguntó ella.

-Sí, tal vez es lo único con sentido que he encontrado en toda mi vida, solo que ahora se va y todavía no le encuentro el sentido si no debería estar acá, porque el ciclista...- quise explicarle a Silvia. Juro que lo habría hecho si todavía estuviese enamorado como hace un tiempo. Pero consideré que no valía la pena. Lo que sí valía la pena era seguir a Badajulio. Y eso fue lo que hice.

Badajulio dobló en la siguiente esquina. Yo me apresuré para alcanzarlo. Cuando estuve en la punta de la esquina, él ya había recorrido mucho trecho y supe que me sería muy difícil alcanzarlo. Silvia me gritó:

-¿A dónde vas?

-Debo alcanzar a Badajulio, de él depende para mí el sentido de todo.

Ella me quedó mirando como si estuviese loco. Sí, lo estaba, sediento por saber dónde iría ese perro. Comencé a correr. Hace tiempo que no lo hacía, así que mi corazón comenzó a latir con una intensidad como no lo sentía hace tiempo. Retumbaba en mi pecho, yo corría, estaba vivo, vivo, la sangre fluía y si no hubiese tenido ojos, la habría chorreado al mundo de felicidad. ¡Vamos Badajulio! ¡Voy donde tú me lleves! Atrás quedaba Silvia y sus razones para que todo fuese siempre igual. Ahora me sentía hasta un deportista, vestido de terno y zapatos planos corriendo por el centro tras un perro callejero. Con el Barros Luco apretado en una mano y con la otra secándome las gotas de la frente que ya caían prominentes.

Badajulio corriste por Bandera y te fuiste hacia La Paz, antes pasaste el río Mapocho y tras la Vega te encumbraste por esa calle de palmeras. Yo iba tras de ti y todo era para mí tan verdadero que si hubiese caído muerto ahí o en cualquier parte del trayecto, me habría dado lo mismo. No respeté semáforos, ni personas, ni veredas. No respeté ni al viento, ni al amor (que se me quedaba atrás) ni a las razones que todos me dieron por verdaderas.

Corrí Badajulio hasta donde tú me llevaste. Estábamos en la puerta del cementerio general por la entrada de Avenida La Paz, en una mañana de invierno de 20... Solos los dos porque parece que a los deudos se les había olvidado como siempre el venir a ver a los muertos. Había un aroma a flores abrumador. Creo que era el viento que lo hacía recorrer como si todas las fragancias de las flores que sobreviven en invierno se concentraran en esa entrada de ladrillos crudos. Era sobrecogedor vernos en ese espacio abierto y definitivo. Supuse que tendrías hambre Badajulio y te ofrecí mi Barros Luco ya frío, pero con un churrasco jugoso y un queso bien lactoso que hasta chorreaba grasa. Lo oliste levantando tu nariz y tu hocico como muchas veces lo hiciste antes de doce para saber que venía el ciclista, pero no lo quisiste. No obstante lo agarraste entre tus dientes, luego lo dejaste en el pavimento porque tu hambre no era de comida, era de verdad.

Entraste caminando al camposanto para que yo te siguiera, te adentraste entre el sector de nichos, obviando las tumbas fastuosas y las de próceres que estaban más olvidadas que ninguna. No fuiste a las calles de famosos de nuestra historia, ni a las de familias acaudaladas, sino que despuntaste hasta esos enormes edificios llenos de ataúdes que se empinan como miniaturas de ciudades, pero en soledad perpetua, de pronto, aminoraste el paso y te sentaste frente a una lápida. Fue entonces un momento revelador. Leí la lápida y decía Mario Meza Órdenes, escrito con horrible caligrafía y la fecha del día del accidente. Era ese nuestro joven ciclista Badajulio. Pero esa no fue la terrible revelación. Fue que este animal enigmático no era Badajulio, era Badajulia (había orinado en la tumba sin levantar la pata). La miré a los ojos y supe que era hembra. Comprendí todo cuando apareció tras los nichos otro perro de una estampa distinta, que parecía venir levantándose de una de esas largas siestas que se dan estos caninos callejeros. Corría un frío viento, pero lleno de movimientos florales y aromas exquisitos. El perro era distinto a Badajulio, digo, Badajulia y era macho, porque al acercarse marcó el territorio con una senda meada en la tumba que decía... creo, que decía su nombre. Digo esto, porque lo que vi fue fabuloso. Ambos se olieron y se reconocieron, como si se hubieran estado esperando, movieron sus colas en señal de aprobación. Ambos dieron unos pasos hacia adelante y hacia atrás en señal de aceptación y algo de baba dejaron en sus cuerpos, luego dio la impresión de que se liberaban. No importaba el frío, ni la tenue llovizna que comenzó a caer. No importaba que nadie viniera a ver a los muertos, porque los muertos son los que mejor saben hacia donde se dirige todo. Saben hasta el sentido que hallé en su encuentro mágico. No importaba que de seguro mañana me despedirían del trabajo. No importaba que en esa ventana ya no fuese a ver nada más verdadero. No importaba que Silvia viniese todavía corriendo por La Paz, y que yo en ese instante supremo hubiese sufrido nuevamente la llaga del amor por ella, que me reencantase su olor, su puro olor emanando de cada espacio de su cuerpo, no, eso no importaba porque de todas maneras Silvia iba a ser de esos instantes para siempre, que suelen doler en los recuerdos, pero que se atesoran porque podrían haber sido, y son mágicos en la imaginación y trágicos en la realidad. No importaba la profunda alteración de sentidos porque todo iba a volver a la normalidad cuando vi que Badajulia y ese perro se fueron juntos, sí, juntos, y más felices que final de película gringa, todo iba a ser perfecto porque noté en ellos una especie de amor verdadero, de amor del bueno, ese de lengüetazos y caricias porque sí, ese de encuentros inesperados y de caminar hacia ninguna parte solo por el hecho de avanzar.

Ellos se fueron juntos a recorrer la ciudad. De seguro se comieron el churrasco a la salida. Yo me quedé un rato entre las tumbas tratando de entenderlo todo. Luego me arropé un poco, porque el frío era poderoso y yo me encuentro casi al final del cuento desvalido, con la comprensión total, pero sin motivos para seguir escribiendo. Miré los nichos, miré los árboles de cementerio más sabios que cualquier narración pueril con protagonistas humanos (no caninos) insipientes en las cuestiones que conciernen al orden universal. Miré mis manos y querría tenerlas llenas de Silvia en esos momentos, como si un rayo de revelación mística arrobase mi materia inerme ahora mismo. Así que emprendí la retirada. Caminé por esos adoquines deformes, apresuré el paso como si me fuese a perder algún espectáculo y cuando estaba saliendo del cementerio, en esa explanada de ladrillos crudos, vi que estaba llegando Silvia, la verdadera, que había intentado seguirme, pero que por sus tacos, no había podido seguir el paso, que de verdad era ella, la que venía determinada a quererme, a declararme todos los sí, a expresarme que el absurdo no lo es tanto si se tiene amor, a decirme que me quería más que a todas sus vanidades. Ella venía más cierta que la llovizna incómoda que ahora pegaba fuerte, más hermosa que los árboles de cementerio con hojas perennes y sabias, más aromática que todas las flores del mundo confabuladas, y me hizo un gesto con las manos (que estaba cansada, que había llegado hasta aquí, que me quería: lo vi en sus ojos, lo presentí en mi alma) y con una sonrisa preciosa en su rostro cruzó la calle desprevenida. Yo la vi y el alma me volvió al cuerpo. Había un sentido, había un sentido ¡había un sentido! Cruzaste desprevenida Silvia y un camión que venía en verde no alcanzó a frenar...

Sentí la frenada Silvia, quise no haberte estado observando, pero todo el universo conspiró para que yo viera cómo te despedazabas por el aire.

Marzo de 2018 

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